viernes, 31 de julio de 2015

Una moda que no acomoda

Fernando Zamora
@fernandovzamora

Los jefes comienza con este cliché: los padres ricos son buenos y tontos. Los padres pobres son malos y punto.

El narcofilm, sospecho, se enorgullece de lo que está sucediendo en México y se regodea exportando la imagen de un mexicano malo, tonto y vulgar. Hay que aceptar, sin embargo, que Los jefes une a dos personajes separados por clases sociales muy distintas. Los une un interés insospechado: la droga. Marx no lo hubiese pensado mejor: oprimidos y opresores se unen gracias a la marihuana y la cocaína. La moraleja de la Chiva (el director) parece ser que la droga democratiza a México. Y no porque todos estemos jodidos sino más bien porque todos somos igual de irresponsables y (a decir de la madre del muchacho pobre) igualmente pendejos.

Ya llegará uno de estos días un sesudo e importante documento que dé cuenta de los cientos de películas que en torno al narcotráfico se han producido en los últimos años. Aquí no hay tiempo ni siquiera para señalar lo ridículo de esta caricatura: el lenguaje del gordo malo, por ejemplo, los contoneos de la chica tonta que presta su trasero para ser sobado con fruición, el temor del niño bueno y rubio que quiere celebrar su cumpleaños con un pase verde y el niño pobre y morenazo que limpia coches y aprovecha el tiempo libre en aquello del narcomenudeo.

La edición y en general el timing de toda la película recuerda la fallidísima Bala mordida, elogio del lugar común que dirigió en 2009 Diego Muñoz: los diálogos se estancan y la actuación (a menudo cómica, como para demostrar que los actores se dirigen solos) no bastan para que los personajes sean capaces de identificar a nadie con nadie. Paradojas del destino: medio México está fascinado con la imagen del narcotraficante y quienes tienen el dinero para levantar una película como ésta son incapaces de crear no ya identificación, al menos un poco de simpatía.

Lo más molesto de Los jefes es esto: queda la impresión de que lo que trata de hacer la Chiva, como tantos otros directores que han querido subirse a la moda de dirigir libelos sórdidos contra el narco, es llamar la atención de la crítica fílmica extranjera. Sueñan con Cannes, pues. Y es que Cannes, ya se sabe, mientras más sórdida la película... mejor. Ahora, que gane es otra cosa: la sordidez puede garantizar la selección, pero no La Palma.

Al mexicano le gusta contar al mundo que México es el país más malo del mundo. Como si a alguien le importara. Importaría en todo caso si autores como la Chiva construyeran personajes como los que ahora mismo se están matando en la sierra; importaría si los protagonistas fuesen poco más que el sueño marihuano de un director que sin la menor idea de lo que es contar una historia quisiera algo mejor que llamar la atención de la prensa de Francia inventando un México tan estúpido como éste.

Hay un documental que se llama El sicario. Sucede en un cuarto de hotel. Ahí está todo el drama del narco en México. Los jefes es tan mala que recuerda lo peor de la comedia de Televisa. Adrián Uribe, lo digo en serio, la hubiera actuado y dirigido mejor.

Los jefes. Dirección: Chiva Rodríguez. Guión: Babo. Fotografía: José Casillas. Con Babo, Fernando Sosa Solís y Millonario. México, 2015.



viernes, 24 de julio de 2015

Falso destino de papel

Fernando Zamora
@fernandovzamora

El escritor John Green ha sabido utilizar las nuevas tecnologías muy a su favor. Para conseguirlo está usando viejas estructuras en nuevas plataformas. Del videoblog, John Green saltó a la novela en el sentido más clásico del término. Y es que lo suyo son las historias de romance juvenil dirigidas particularmente al público femenino. Green escribe romances, esto que en Estados Unidos llaman Chick Flick, novelas o películas específicamente dirigidas a adolescentes que aún creen que hay algo así como una forma de vivir completamente aventurera y original.

Reconocido por el éxito de The Fault in Our Stars, Green se ha convertido en una máquina de generar contenido para la red. Esta última película, Paper Towns, tiene el encanto de sus cursos de literatura por Internet aunque tengo la impresión de que el esquema general de la película está inspirado en una pequeña joya del thriller fílmico y literario, Gone Girl, dirigida en 2014 por el extraordinario David Fincher y escrita por Gilliam Flynn, un autor que, a decir verdad, tiene mucho más que decir que John Green.

Como en Gone Girl, la historia está centrada en una mujer que deja a cierto hombre una serie de pistas para encontrarla. Las diferencias básicas son éstas: en Gone Girl la mujer que dejaba pistas para que la encontraran era una auténtica psicópata; en Paper Towns, ella es una romántica trasnochada que quiere liberarse de lo que considera una vida falsa. Gone Girl era una obra de desamor, que se regodeaba en la incapacidad de seguir amando una vez que el éxito económico abandonaba a los protagonistas. En Paper Towns la chica es una ilusa que en el más puro estilo adolescente quiere vivir una vida completamente original. Como se ve, tanto la protagonista de Gone Girl como la de Paper Towns tienen algo de sociópatas y es aquí donde la cosa se pone interesante: John Green parece estar jugando con su propia carrera como videobloguero y burlándose de cualquier infracción de derechos de autor. Efectivamente. parece darse cuenta de todos estos elementos tomados a propósito de la novela de Flynn.

Los Paper Towns son entradas o información falsa que los creadores de mapas y enciclopedias introducen a propósito en sus trabajos. La idea es que si alguien copia un mapa y copia también el pueblo falso será fácil probar que hubo una infracción de derechos de autor. Con todo el equipo que realizó la exitosa pero melcochosa The Fault in Our Stars, John Green está utilizando muy presumiblemente una estructura que no es original pero se burla de cualquier concepto de originalidad aprovechando a su favor toda la experiencia que ha obtenido como estrella de Internet. Este hecho aproxima todavía más a su heroína adolescente a la mujer amargada de Gone Girl, pero la moraleja es distinta: las historias no pertenecen a nadie, lo único que podemos tratar de hacer es no convertirnos nosotros mismos en los engañados habitantes de una vida falsa en un pueblo de papel.

Paper Towns (Ciudades de papel). Dirección: Jake Schreier. Guión: Scott Neustadter y Michael H. Weber basados en la novela de John Green. Fotografía: David Lanzenberg. Con Nat Wolff, Cara Delevingne, Halston Sage, Austin Abrams. Estados Unidos, 2015.


viernes, 17 de julio de 2015

Todos los sentidos


Por: Fernando Zamora
@fernandovzamora

En los viejos tiempos (antes de Warhol, quiero decir) se discutía apasionadamente ¿qué es el arte? Las artes mecánicas estaban relacionadas con los sentidos “menores”, esos que son los más atractivos para el sexo: tacto, olfato y gusto. Las artes liberales, relacionadas con la vista y el oído, tenían que ver con el sexo, por supuesto, pero más cerca de la sublimación. Las distinciones cobran importancia cuando hablamos de un posible arte de la jardinería o como lo llaman actualmente: arquitectura de paisaje. Si uno lo mira detenidamente, la jardinería involucra los cinco sentidos y es, como se dieron cuenta André le Notre y Sabine de Barra, la más sensual de todas las artes.

André le Notre y Sabine de Barra fueron arquitectos de los jardines de Versalles y A Little Chaos es una película de grandes aspiraciones que gira en torno a la relación de estos jardineros de Luis XIV; que han encontrado que el arte y el sexo son más hermosos con un poquito de caos.

Creo que la película tiene grandes aspiraciones porque pensar en torno al arte, la naturaleza y el caos no es poca cosa. Hay al menos una interesante discusión con este tema pero, a decir verdad, la película se desinfla. Solo un poco y no lo suficiente como para dejar a los espectadores con la impresión de que todo ha salido mal.

La culpa del incumplimiento de las promesas de A Little Chaos pudiera ser de Kate Winslet quien, a decir de la prensa de espectáculos, estaba embarazada. No me consta pero hay un momento tierno en que, sorprendido el personaje, la actriz en lugar de llevarse las manos al pecho o a los labios se las lleva a la barriga. Lo del embarazo tiene su chiste porque es justamente la actuación de Winslet la que decrece en sentido inverso al volumen de su panza. Y es que el protagónico tiene sus encantos pero también sus momentos oscuros. Hay algo siniestro en una actriz embarazada que ha decidido interpretar a una jardinera que perdió a su hija. ¿Es por ello que conforme avanza la trama ella parece cada vez más timorata? Podría ser. Lo importante en todo caso es que, hacia el final, madame de Barra no goza de poderío para dar lecciones de arte a su majestad.

Con la fotografía sucede más o menos lo mismo. Comienza uno electrizado y termina uno empalagado (como con Versalles). A esta película le hace falta lo que tenía la original jardinera real: un poquito de caos para revivir la construcción de los jardines más famosos del mundo, caos para pensar a profundidad el lugar de la jardinería en las bellas artes, caos, en fin, para dar verdadera fuerza a una predecible historia de amor.

El actor y director Alan Rickman promete mucho y ofrece menos. Tal vez por eso la actriz Kate Winslet parece devorada por él. Rickman resulta mucho mejor actor que director de su propia película. Tanto que a pesar de que la cosa parece decaer poco a poco creemos por un instante que un actor inglés es capaz de hablar, seducir y gobernar a los espectadores como lo hizo el Rey Sol.


A Little Chaos (En los jardines del rey). Dirección: Alan Rickman. Guión: Alison Deegan, Alan Rickman y Jeremy Brock. Fotografía: Ellen Kuras. Con Kate Winslet, Matthias Schoenaerts y Alan Rickman. Gran Bretaña, Francia, 2014.

viernes, 10 de julio de 2015

Cuento de nostalgia lunar

Fernando Zamora
@fernandovzamora

“Hubo alguna vez un leñador”; con estas palabras comienza el 35 Foro de La Cineteca. A mí el cine japonés de animación me abre la mente en flor de loto. Kaguya va de un cortador de bambú que un día encuentra a una princesa tan pequeña que cabe en la palma de la mano.
El estilo visual está más cerca de un Hokusai influido por los pintores flamencos del XVII que de los maestros del anime japonés. El dibujo juega con la delicadeza de pinceles de diverso grosor.

La tradición occidental trae a memoria las Metamorfosis de Ovidio. Kaguya se transforma en una muchacha ante los ojos de sus padres adoptivos. Aquí está la belleza: no es necesario explicar lo que no tiene explicación. Arte es metamorfosis.

La princesa crece, se enamora, se vuelve una delicada mujer de sociedad en el Japón medieval. La música acompasa las escenas —otra vez— en sintonía perfecta con el arte que Japón hizo suyo cuando Estados Unidos los abrió al capitalismo a cañonazos.

Comparar esta historia con los cuentos de Kurosawa resulta fácil, pero creo que sus orígenes están en una tradición aún más rara. Oriente y Occidente aquí se mezclan. Kaguya tiene mucho de Puccini (más que de Kurosawa). Kaguya es Turandot.

En el pueblo de lo padres adoptivos de Kaguya, los niños son campesinos. Pobres, pero no miserables. Ha comenzado a surgir, sin embargo, una clase nueva en la isla. Burguesía. El padre de la niña quiere usarla para comprar un título nobiliario. Pero, ¿una princesa de cuento de hadas oriental puede tener el espíritu de un Barry Lyndon burgués? Yo creo que no.

Los colores de la película gozan de algo muy de Europa, de cuentos infantiles del XIX, aunque el final no puede ser más asiático: música, danza y deidades parecen venir marchando desde India hasta la Isla del Sol Naciente.

Si un poema puede ser interpretado no merece ser dicho. Así decía un maestro del haiku. Tal vez esta sea otra razón para gozar (que no interpretar) las desventuras de una princesita que padece el tránsito entre el feudalismo y el nacimiento del Japón burgués.

Esta primera película del Foro tiene la fuerza de los cuentos de hadas que en diferentes tradiciones enseñan a los niños del mundo a amarse a sí mismos. Así se amaban antes. La naturaleza (me ilusiona imaginarlo) era más sensual en su estado salvaje. Y es que la virginidad que desea Kaguya no parte de la gracia sino de la naturaleza salvaje. Ella no va a someterse.

No puede haber amor en la isla del millón de dioses. A veces Kaguya es una niña, a veces una princesa, a veces una campesina. Lo mismo sucede con su verdadero amor, ese que recuerda al héroe de Turandot. Y es que como la princesa en la ópera italiana, Kaguya solo puede amar a alguien tan salvaje como ella, alguien capaz de darle un nombre. Su verdadero nombre: “pequeño bambú”. El nombre de los príncipes burgueses es falso como la caricatura de un Japón que no ha dejado de ser crisantemo y espada: amor imposible y dioses incognoscibles. Kaguya es poesía que imprime en su narrativa la perfección de un dibujo que no vale la pena interpretar. Hay que gozar.
        

Kaguyahime no monogatari (La princesa Kaguya). Dirección: Isao Takahata. Guión: Isao Takahata y Riko Sakaguchi basados en el cuento “El cortador de bambú”. Japón, 2014.

martes, 7 de julio de 2015

El hombre de la cámara-rifle

Fernando Zamora
@fernandovzamora

Cartel Land (Tierra de cárteles) padece desequilibrios. Es posible atribuirlos al hecho de que vivir en un sitio en que los criminales pueden entrar a tu casa y violar a tu mujer y a tus hijas delante de ti produce un poco de estrés, pero en el caso de Cartel Land la cosa va más allá. Y es que a pesar de que, como documental, cuenta su historia con una narrativa muy sólida, a menudo interfiere con nuestras emociones el pegote de dos historias por completo diferentes. Por un lado están los vigilantes de Estados Unidos, esos que se han dedicado a cazar migrantes. Por el otro está la historia del doctor Mireles, quien saltó a la fama como jefe de las autodefensas michoacanas y que fue visto por muchos como un héroe salido de las páginas de un relato medieval. Era un Robin Hood.

Las dos historias no tienen nada en común. O quizá solo esto: un grupo de civiles, desesperanzados con la posibilidad de que el gobierno haga algo, decide tomar las armas y lanzarse a hacer justicia por mano propia. Cuidado. Durante una de las secuencias más notables de Cartel Land un hombre indignado grita al Papá Pitufo (segundo en la línea de mando del doctor Mireles): “están ustedes usurpando las atribuciones del Estado”. El hombre tiene razón. Puede que la moral supuestamente revolucionaria se maraville con la entereza de un hombre que decide tomar un arma y ponerse a matar a los malos de la película en plan de caballero justiciero. Lo malo comienza, por supuesto, cuando uno se da cuenta de que fue así que llegaron los Caballeros Templarios, fue así que llegaron los Cárteles. Fue así que México, Colombia; Afganistán e Irak (ahora con el ISIS) se hicieron de algunos de los grandes criminales de la historia. La narrativa de Cartel Land goza, pues, de esta doble moral molesta: no sabe uno qué territorio pisa; no sabe uno si los personajes están siendo exaltados por el director o si éste se ha metido en la cabeza la posibilidad de retratarlos “tal cual”.

Personalmente creí que la noción de un documental objetivo, interesado en retratar la realidad sin juicios, había quedado atrás gracias al famoso (infame para muchos) Michael Moore. Moore puede ser todo lo incongruente que se quiera, pero dio al cine una certeza: la cámara es un rifle. No es posible ser objetivo contra la persona a quien disparas. Así, Cartel Land o peca de inocente o no supo ofrecer al público una historia moderada pero subjetiva. Y es que si bien es cierto que la realidad no es un western lleno de buenos y malos, también lo es que toda moneda tiene dos caras y los grandes documentales tienen la virtud de ofrecer las dos.

Dicho lo anterior, hay un valor que hace de Cartel Land una obra maestra: la cámara. No importa que el director Matthew Heineman se haya perdido en el armado de estas dos historias que no solo no pegan, a menudo se contradicen. En tanto fotógrafo, el mismo Matthew Heineman entró en combate. Estuvo al frente y, tal vez como los soldados en las batallas de verdad, se perdió tanto con el silbido de las balas que no terminó por saber ni quién era ni quién era el enemigo ni cuál era la verdad.


Cartel Land (Tierra de cárteles). Dirección: Matthew Heineman. Guión: Matthew Heineman. Fotografía: Matthew Heineman. México, Estados Unidos, 2015.