sábado, 30 de mayo de 2015

¿Por qué mueren las luciérnagas?

Fernando Zamora
@fernandovzamora


Suelo defender a menudo la noción de que el cine es arte visual. Hay películas que sin embargo trascienden incluso el ámbito de lo visual y se adentran en la poiesis, ese principio originador de la palabra “poesía.” La tumba de las luciérnagas es de esta clase de películas; es poiesis, para comenzar, porque ofrece voz a lo que de suyo no tiene voz: hay un muchacho de unos catorce años, descalzo y vestido de hilachos, que ha quedado muerto recostado contra la columna de una estación de trenes en Japón. La gente lo evade con asco. Adivinamos que huele mal. “Morí un 25 de noviembre de 1945”, dice la voz en off. Es la palabra que enuncia lo que sería imposible decir. Habla pues un huérfano de guerra que ha muerto en Tokio y frente al que todos pasan negándose a ver.

La tumba de las luciérnagas es poiesis porque brilla en el Festival de Anime que tiene lugar en México. Habla desde aquel espacio diciendo verdades que aparecen como el claro en un bosque; son verdades que iluminan un trozo de vida en apariencia inútil. La niña que espera a su hermano al otro lado de la vida y sus afectos, el tiempo que vivieron juntos, queriéndose y jugando mientras Estados Unidos bombardeaba su país y su ciudad son verdaderos aunque no sean reales. La tumba de las luciérnagas es animación, pero todo en ella es Verdad.

La tumba de las luciérnagas es poiesis porque a pesar de lo escabroso del tema, a pesar de lo manido del asunto en torno a lo insensato de la guerra y de lo seco de la tristeza de una vida que parece haber pasado sin sentido, esta muerte ficticia nos hace vernos a nosotros mismos arrojados como estos huérfanos en una existencia en la que todo parece sin por qué. Sin embargo, como a estos huérfanos, la belleza nos salva. Ya lo decía Dostoievski: solo la belleza salva. En la estética de las secuencias, en el ritmo de la edición y en la construcción del carácter de este muchacho que roba comida durante cada bombardeo, aparece de pronto un “para qué”, un “viva la vida”. No importa que a veces se muestre tan llena de dolor.

Hay arte, técnica, un dibujo impecable. Lo mejor de la animación japonesa se mezcla con lirismo soviético. El pasado y el futuro; los sueños, el agua, las tormentas y los bombardeos se mezclan en una fábula en que brilla todo lo humano: el amor fraterno, el sacrificio y el perenne deseo de vivir; el sensual sabor de los melones y un montón de luciérnagas que brillan un instante y luego no brillan más.

La muerte de dos huérfanos es poiesis porque el sufrimiento de Japón en esa guerra no tiene sentido ni por qué. La muerte de dos inocentes no tiene sentido ni por qué. Y sin embargo en ello radica el poder de la narrativa cuando se vuelve poesía: cada secuencia tiene un por qué, una razón descriptiva. En la brillantez de la estética hay sentido en lo que realmente es caos. La vida de estos huérfanos de guerra asombra como estas luciérnagas cuya belleza consiste en lo efímero de una existencia que brilla. Y es poesía. Y luego se calla porque no existe más.

Hotaru no haka (La tumba de las luciérnagas). Dirección: Isao Takahata. Guión: Isao Takahata basado en la novela de Akiyuki Nosaka. Fotografía: Nobuo Koyama. Con las voces de Tsutomu Tatsumi y Ayano Shiraishi. Japón, 1988.

viernes, 8 de mayo de 2015

Un diamante del tamaño de la Luna

Por: Fernando Zamora
@fernandovzamora


Ya era hora de que Jarmusch hiciera cine de vampiros. Había comenzado a tomarse demasiado en serio. Hacer cine vampírico tiene su chiste. Es verdad que siempre llegará (como el cine gay) a un público cautivo; también es cierto que hacer cine de vampiros lo enfrenta con una tradición larga, llena de sus propios códigos y referencias. Jarmusch consigue salir librado del reto con elegancia un poco pomposa.

Only Lovers Left Alive tiene de Jarmusch lo escueto y reflexivo. De la tradición vampírica el romance, un discreto sentido del humor y la grandilocuencia de las imágenes: “hay en el cielo un diamante del tamaño de la Luna. Vibra y en la inmensidad del espacio emite el sonido de un gong”. Esto lo dice ella, la vampira de pelos rubios y mal peinados. Ella es Eva. Intuimos que lo conoce a él desde el principio de los tiempos. Él es Adán, vive en Detroit (la ciudad más violenta y pobre de Estados Unidos). Colecciona guitarras eléctricas que le consigue un muchachito bobo. Él, vampiro al fin, desprecia a los zombis, a nosotros, los humanos. Ella en Tánger es amiga de Christopher Marlowe. Con él se droga bebiendo sangre fina. Por las noches se pierde contemplando el mar y releyendo a Cervantes y a Proust.

Durante la secuencia en que los amantes están a punto de reunirse (la más hermosa, excluido el final), ella empaca y él hace música. Acaricia primero una guitarra eléctrica y luego un violín. Ella roza sus libros de hojas amarillentas y abre la maleta. ¿Qué necesita un vampiro para viajar? Ataúdes no. “¡Sería tan siglo XV!” Necesita poesía: en chino, italiano; en árabe y español. La secuencia culmina cuando ella se encuentra en uno de estos libros un grabado de las puertas del paraíso de Ghiberti. ¿Acaso se reconoce? ¿Adán y Eva se han vuelto vampiros? Si fuese así, nos llaman a nosotros, sus hijos diciéndonos zombis.

Ya reunidos, él y ella pasean por Detroit que es en efecto la ciudad de un vampiro. Estuvo aquí hace mucho tiempo el taller de Henry Ford. Luego en este predio se levantó una fastuosa sala de conciertos que devino cine y luego estacionamiento. A Adán le horrorizan dos cosas de los zombis: lo que hacemos con la naturaleza y lo que hacemos con las cosas hermosas de otros vampiros como él. Durante una secuencia, la cámara recorre con parsimonia la pared del vampiro. En ella cuelgan retratos de Bach, de Poe, de Wilde; de Keaton, de Birdie, de Marlowe. No hay fotos de Shakespeare quien es, según dirá el vampiro Marlowe: “un plagiario analfabeta y arrogante”. Un zombi.

El encanto de esta película radica en una paradoja. A menudo es pedante como el mismo Jarmusch, pero a los vampiros ser pedantes les va bien. A éste que es sin duda uno de los cineastas más pedantes de todos los tiempos le caen los vampiros como anillo al dedo porque demuestran que en el fondo no se toma tan en serio y él, el vampiro cineasta, puede hacer chistes sobre sí mismo en espera de los amantes árabes a quienes vale la pena otorgar el don de la inmortalidad.

Only Lovers Left Alive (Solo los amantes sobreviven): Dirección: Jim Jarmusch. Guión: Jim Jarmusch. Fotografía: Yorick Le Saux. Con Tilda Swinton, Tom Hiddleston y Mia Wasikowska. Gran Bretaña, Alemania, Francia, Grecia, Chipre, 2015.