viernes, 28 de febrero de 2014

Retratos africanos

Por: Fernando Zamora
@fernandovzamora

Decía Nietzsche que la única justificación de la vida es estética. Esta idea, llevada a sus últimas consecuencias, conduce a pensar que la única justificación del amor es la belleza. Yo no soy Nietzscheano pero Ulrich Seidl, autora de Paradies: Liebe sí. Tanto que en la trilogía de la que Paraíso: Amor forma parte se ha dado a la tarea de desmantelar eso que los cristianos llaman “virtudes teologales” y que para ella son “paraísos artificiales” nada más: fe, esperanza, amor. Como Nietzsche, Seidl mira a Dios muerto y, como Nietzsche, la justificación de algo como Amor solo la encuentra en la belleza.

¿Puede ser hermosa la historia de una mujer entrada en años y carnes que se va a Kenia para prostituir muchachitos? Dicho así, no pareciera, pero la fotografía, el diseño del cuadro y el video (auténtico cine–lápiz con el que Seidl persigue a esta mujer por las playas de Kenia) contradice la intuición: Paradies: Liebe es, francamente, una película muy hermosa justo gracias a su pesimismo nietzscheano.

El cine austriaco ha ganado fama en los festivales del mundo por sus truculencias. Pedófilos asesinos, mujeres perversas. Seidl se une a la tradición con esta historia de Sugar Mamas que compran jovencitos kenianos flacos no por el gimnasio o el trabajo sino más bien por desnutrición. Austria continúa sus búsquedas artísticas en la tradición que, desde tiempos de la disolución del imperio austrohúngaro, ha retratado la miseria de un mundo que se quedó sin Dios ni emperador. Ante el horror de la muerte de Dios, rey y patria, lo único que le quedó a los vieneses fue la belleza.

Ahora, hay que entender belleza en un sentido amplio. Si no, sería imposible verla en Klimt, Kokoschka o Schiele; en la literatura de Jelinek y en el cine de Seidl. Los rostros deformes de la escuela vienesa de pintura y la sexualidad maniaca de Jelinek vuelven a encarnarse en esta gorda caliente que pudiese leerse como denuncia de la falta de sentido que padece la sociedad post–industrial.

Pero no. Paradies: Liebe puede (¿tal vez debe?) verse con más picardía latinoamericana que con enojo post–marxista o (¡Dios nos libre!) desdén moralista. Si uno es pícaro, verá que la historia de Seidl está llena de belleza: son hermosos los muchachos negros que limpian la piscina, son hermosos los muchachos negros que hacen malabares en la escena final y, lo increíble, es hermosa esta cenicienta gorda que ha venido a enamorarse a Kenia de su príncipe correoso, joven, caliente y mal alimentado. La vida, lo sepan los vieneses o no, no necesita justificación. En ella, la belleza se da.

Paradies: Liebe está llena de contrastes: en los colores, en la vida y la sociedad. Él es flaco, ella gorda, él pobre, ella rica, él negro, ella blanca. Verla con ojo moral o, peor, con ojo de denuncia llevaría irremediablemente a perder la belleza de estos muchachos que se prostituyen tanto en Kenia como en Acapulco: acostándose con hombres y mujeres ricos y carnosos detrás de una tela púrpura que se mueve al ritmo del viento y sus gemidos de amor.

FICHA

Paraíso: Amor (Paradies: Liebe) Dirección: Ulrich Seidl. Guión: Ulrich Seidl y Veronika Franz. Fotografía: Edward Lachman y Wolfgang Thaler. Con Margarethe Tiesel y Peter Kazungu. Austria, Alemania, Francia, 2012.

viernes, 21 de febrero de 2014

Arte y experimentos

Por: Fernando Zamora
@fernandovzamora

Según anuncia el boletín de Matar extraños, la idea de los directores es “poner en escena una revolución”. Con esta palabra se entiende no solo el levantamiento de 1910; Nicolás Pereda y Jacob Schulsinger están hablando de una revolución estética. Si los autores revolucionan al cine o no, es algo que el público puede averiguar apenas se estrene, a mí me corresponde ponerla en contexto y para ello la encuentro acorde con el experimento fílmico de Oliver Debroise que se llamó Un banquete en Tetlapayac. Tanto en Un banquete… como en Matar extraños,  los autores batallan por romper con los convencionalismos y se unen, con este hecho, a una larga tradición de ruptura de tradiciones. Cuando se encienden las luces de la sala uno no sabe si los autores llegaron a este resultado (que por cierto, ha dado un giro en el circuito de festivales del mundo) porque se les acabaron las ideas, porque se les acabó el dinero, o ambas cosas. Las escenas que se rodaron para hacer el casting fueron armadas en forma más o menos aleatoria para hacer toda la película.

Si uno piensa que la casualidad puede hacer arte, que vea Matar extraños. Hay una secuencia en que, como parte del casting, un actor cuenta en primera persona (y clave trágica) el argumento de Mi pobre angelito. Suena el celular; el actor se levanta, contesta. Entendemos entonces que sigue actuando: la “revolución” se ha trasladado desde la realidad histórica hasta la ficción. En otra escena, otro actor recita la letra de “Revolution” de los Beatles aunque, claro, con pompa y circunstancia; a punto de llorar.

La fotografía, la reiteración, la lentitud de esta película nos permiten adivinar las influencias de los cineastas: Maya Daren, Godfrey Reggio, Dziga Vertov. El “cine ojo” sigue vivo en el anhelo experimental de estos jóvenes directores que han hecho todo para sacar adelante su proyecto. El deseo de filmar es, a menudo, más agudo que la sensatez.

En este espacio no vale la pena atacar películas como Matar extraños. Suficientemente compleja es la vida del cineasta necesitado de espacios. Además, sobran las columnas que solo maquilan opiniones a favor de la película en turno, esos churros hollywoodenses que Estados Unidos espeta en toda pantalla nacional. Matar extraños tiene la virtud de mostrar que hay otro cine que sigue buscando “algo”. Mientras haya arte habrá experimentación.

Matar extraños es un experimento visual que explora las fronteras entre el cine y el ensayo, entre el cine y el teatro, entre el cine y la realidad. Si el arte cinematográfico no estuviese tan manoseado por el gran capital, probablemente estaríamos llenos de experimentos así; tantos como hay en las artes plásticas. En la pintura, por ejemplo, el comercialismo se manifiesta a través de una experimentación descocada y, a menudo, carente de sentido, pero en el cine sucede lo contrario: los experimentos fílmicos navegan contra la corriente del capital.

Matar extraños es una película excéntrica y en lo excéntrico está a menudo la semilla del arte.
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FICHA TÉCNICA


Matar extraños. Dirección: Nicolás Pereda y Jacob Schulsinger. Guión: Nicolás Pereda y Jacob Schulsinger. Música: Bo Rande. Fotografía: Nicolás Pereda y Jacob Secher Schulsinger. Con Gabino Rodríguez y Tenoch Huerta. México, Dinamarca, 2013.

viernes, 14 de febrero de 2014

Philomena y el pájaro azul

Por: Fernando Zamora
@fernandovzamora

Philomena, la última película de Stephen Frears, es un film malicioso. Malicioso sin embargo es, en narrativa, un término bastante positivo. “Hay que ser maliciosos como escritores” dice Vicente Leñero y creo que tiene razón. Philomena es maliciosa porque atrapa al espectador con una sarta de lugares comunes para darle más adelante algo que no espera escuchar. Hay en toda la historia al menos dos giros dramáticos que han de conducirnos a un lugar al que no esperábamos llegar.

Frears, el director, es disparejo. The Queen (esa película que trataba de la crisis del gobierno de Tony Blair ante la muerte de la princesa Diana) es una obra francamente hilarante aunque antes Frears dirigió también dos o tres filmes insufribles. Mary Reilly por ejemplo, con todo y que está basada en el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, fue un fracaso monumental. Tengo la impresión de que Frears busca la moda y lo de hoy es atacar a la iglesia católica. Así parece ser Philomena: un ataque, pero con sentido del humor inglés.  La comedia surge del encuentro entre un estirado político londinense y una simple mujer irlandesa que quiere recuperar al hijo que unas malvadas monjas le arrebataron cuando era apenas una niña.

A pesar de los lugares comunes (o tal vez justamente por ellos) Philomena fue nominada para cuatro Oscar: mejor película, mejor actriz, mejor guión adaptado y mejor música. No creo que el filme tenga los tamaños para competir por la mejor película, aunque con el Oscar nunca se sabe. En la categoría de mejor actriz puede que le vaya mejor y en el de guión adaptado… No lo sé. La película está basada en la novela de un político acusado de corrupción que se levantó del escándalo volviéndose uno de esos escritores que ama la crítica británica: tan liberal como sarcástico. Todos los clichés de la moral políticamente reinante se reproducen en Philomena cual relojito, pero Frears consigue darles un sabor agridulce, puro melodrama con sus ratos de risas y sus ratos de llorar al menos un poco. En cuanto a la música, efectivamente llama la atención aunque se ve tan influenciada por John Williams, que de pronto tiene uno la sensación de haber salido de la película Doubt para entrar en Harry Potter.

Philomena tiene todos los defectos que necesita un melodrama para triunfar. Tal vez sea cierto lo que dice la editora al periodista en crisis: “lo que quiere la gente es una historia con un final muy triste o muy alegre.” Si es uno o lo otro, lo decidirá el público, porque la verdad es que vale la pena volver a ver a Judi Dench. Por su parte, el periodista cínico es aquí Steve Coogan (quien fue también productor y coguionista). Coogan da al guión el sentido del humor acido, contenido e hiriente de un buen filme inglés, uno de esos que, como Frears, ha crecido inspirado en el mítico grupo de Monty Python.

Philomena es maliciosa porque más que un filme de denuncia es un filme de perdón. Tiene la estructura de un cuento de hadas circular, uno de esos que termina en el mismo lugar en el que comenzó, como el Pájaro azul.
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FICHA TÉCNICA: 


Philomena. Dirección: Stephen Frears. Guión: Steve Coogan y Jeff Pope basados en una novela de Martin Sixsmith. Música: Alexandre Desplat. Fotografía: Robbie Ryan. Con Judi Dench y Steve Coogan. Estados Unidos, 2013.

viernes, 7 de febrero de 2014

La pesadilla del arte

Por: Fernando Zamora
@fernandovzamora

Hay críticos que han escrito que la película Inside Llewyn Davis (Balada de un hombre común) de los hermanos Coen, es menor. Tal vez lo sea, sobre todo si la comparamos con películas del tamaño de O Brother, Where Art Thou (2000), Fargo (1996) o Barton Fink (1991). Sin embargo no comparto la noción de que solo es, como ha escrito un estadunidense, “una sucesión de musicales sin hilo conductor.” Tampoco en el festival de Cannes 2013 parecen haberla visto con tan mala voluntad, le otorgaron el año pasado el Grand Prix del jurado. Los detractores de Llewyn Davis son, sobre todo, los amantes del Folk. Quien haya vivido en los Estados Unidos sabrá que por aquellos lugares la música Folk puede volverse un asunto muy serio. Hay quien ha dicho que el retrato que hacen los Coen del ambiente en el Greenwich Village en los años sesenta lejos de ser “vibrante” es más bien triste. Yo no veo la tristeza, al contrario, hace mucho que no me reía tanto. Con los Coen, creo que no me dolía el estómago a causa de las carcajadas desde The Big Lebowski, aunque entiendo que a un apasionado de esta música mi risa pueda parecer cruel. Si bien es cierto que los Coen se burlan de sus criaturas, es de notar que en el fondo se están burlando también de ellos mismos: a los artistas en sus películas, no los dejan en paz.

“La historia del mundo es solo un telón en el que yo escribo mis historias”, decía Dumas no exento de arrogancia, y los Coen hacen lo mismo, el Village y el Folk son un telón de fondo para hablar de cosas profundas. Para comenzar está la estructura narrativa circular. Llewyn Devis parece vivir dentro de una pesadilla que se llama arte y es entonces cuando los autores reflexionan en torno a la necesidad de crear. En el mundo de los Coen, el tesón de Llewyn Davis solo puede compararse con el del guionista Barton Fink: si Barton se enfrentaba con el diablo en su viaje al infierno llamado “Hollywood”, Llewyn se enfrenta al diablo en un viaje a Chicago. Este músico es un Sísifo que sube eternamente una roca por la ladera de la montaña para luego, dejarla caer. Hay que leer a los Coen en clave mística. Viajan entre los mitos judeocristianos (diablos incluidos) y el mito fundacional de Odiseo. Tal vez los Coen son los Coen porque no se miden con el director de moda. Sus referencias son homéricas aunque, claro, no todos los cantantes de Folk pueden verlo.

Por otra parte, Inside Llewyn Davis es más que una película “libremente basada en la biografía del activista y cantante Dave van Ronk”. ¿A quién le importa Dave van Ronk? A mí no. Y sin embargo, me interesan los mitos fundacionales. Llewyn Davis es una pesadilla en la que despertamos una y otra vez: dentro del músico, justo como anuncia el título en inglés.

Son símbolos: Ulises, el gato que vuelve a casa, el diablo que es John Goodman (como lo fue ya en Barton Fink) y el viaje, sobre todo el viaje: un hombre camina con su guitarra a cuestas. El instrumento le pesa como a Sísifo la piedra. Es el peso, la pesadilla del arte.

FICHA TÉCNICA

Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis). Dirección: Ethan y Joel Coen. Guión: Ethan y Joel Coen. Fotografía: Bruno Delbonnel. Con Oscar Isaac, Carey Mulligan, John Goodman y Justin Timberlake. Estados Unidos, 2013.