jueves, 28 de marzo de 2013

Demasiado lejos, demasiado temprano



Por: Fernando Zamora
Side Effects demuestra que no es posible separar la obra del artista. El film sería bueno si el autor fuese un desconocido, excelente tal vez si fuese novato; el problema es que de Soderbergh uno espera esa obra maestra que no ha llegado desde hace más de veinte años.
Side Effects tiene todo lo que amamos en el cine psicológico de Hitchcock. Las cosas no son lo que parecen, la trama es un puzzle bien tejido y las actuaciones van a la altura del suspenso. Jude Law (cada vez más calvo y mejor actor) interpreta a un personaje en la frontera entre la inocencia y la maldad, y Rooney Mara utiliza su cabello como arma histriónica para jugar también con la ambigüedad que requiere el encuentro entre psiquiatra y paciente en batalla por “La verdad”. Toda credibilidad en esta película está del lado de la actuación. No es poco. Lástima que de Soderbergh uno espere, desde 1989, algo más.
Por supuesto, la película desde el punto de vista visual es un gozo, pero eso uno lo da por descontado. Soderbergh (quien suele fotografiar sus obras) parece más controlado en aquello del corte directo que tan bien le aprendió a Godard. Se le agradece en el fondo. Godard está bien, pero se había vuelto en Soderbergh un cliché. Ahora, ya en el “estilo de continuidad” el espectador se introduce efectivamente en la trama de una mujer deprimida y fotografía y edición ayudan tanto que, durante los mejores momentos, me creí viendo un filme en la escuela del Caligari de Wiene. Sospecho que lo insulso del desarrollo estriba en que Soderbergh ha querido hacer un filme sencillo, capaz de atraer al gran público que desconoce su nombre; hacerse de unos dólares que le permitan atacar un nuevo, ambicioso proyecto. Quizá.
En 1989 Steven Soderbergh (a la sazón con 26 años) se volvió famoso con Sex, Lies and Videotape. El joven genio no ha igualado la fuerza de esta primera película. La contundencia con la que analizaba en ella los complejos asuntos del psicoanálisis hicieron creer que era capaz de más, mucho más. Sexo mentiras y video (como se le llamó en México) tenía una apariencia simple, pero era en realidad muy profunda; tanto, que Soderbergh se puso a buscar la forma de estar a la altura de su primera gran obra. No lo logró corrigiendo a Tarkovski con Solaris y resultó más bien superficial y hasta ñoño cuando quiso encontrar el hilo negro del narco en Traffic. La importancia de Sexo, mentiras y video es tal que cada que aparece una nueva obra de Soderbergh uno piensa que habrá algo que anuncie el regreso del maestro que todos esperábamos en 1989. En este sentido, Side Effects ofrece confianza. Por lo pronto Steven Soderbergh ha vuelto a la simplicidad y al psicoanálisis. Tal vez él mismo está esperando encontrar el camino de regreso a su primera genialidad porque si ésta fuera su primera película uno esperaría en el futuro algo del tamaño de Sex, Lies and Videotape, pero para bien o para mal, Soderbergh ha tenido hasta ahora el destino del genio que llega demasiado lejos, demasiado temprano.

Side Effects (Terapia de riesgo). Dirección: Steven Soderbergh. Guión: Scott Z. Burns. Fotografía: Steven Soderbergh. Música: Thomas Newman. Con Jude Law, Rooney Mara y Catherine Zeta–Jones. Estados Unidos, 2013.

viernes, 22 de marzo de 2013

Camelot en Dinamarca



Por: Fernando Zamora

A Royal Affaire habla del mal en la sociedad. El rey Christian VII de Dinamarca es un poco excéntrico. Estamos en el siglo XVIII y, aunque nadie se atreve a decirlo, está loco. Conforme avanza la película, sin embargo, entendemos que, independientemente de su enfermedad, el rey tiene también deseos de grandeza. Casado con una princesita inglesa, el rey pareciera destinado a ser y a hacer infelices a los que lo rodean hasta que se aparece en su vida un héroe: un doctor alemán con todas las características del hombre ilustrado: ateo, altruista y amante tanto de la Revolución Social como de las mujeres. Con la irrupción de este personaje, comienza uno a intuir cuál es la respuesta que da esta película al mal en la sociedad; necesitamos, por tanto, “unos malos”.
Los malos aquí son, claro, las clases privilegiadas, los aristócratas, los terratenientes, la reina madre y un oscuro príncipe de aspecto idiota que quiere la corona de su loquísimo hermano. Todos ellos desean mantener en la oscuridad a Dinamarca a pesar de los intentos del doctor que, ya involucrado en asuntos de gobierno, se dedica a influir en el rey para dar al pueblo algo de justicia social. Si uno lo mira bien, la cosa es marxista: los malos son una clase y la historia avanza en la oposición entre las distintas clases. Nuestro héroe, el doctor, juega bien su papel de redentor del proletariado en un filme muy entretenido, muy bien escrito y muy bien actuado. El problema del mal y de la injusticia, sin embargo, está más allá de un problema de clases y no basta caricaturizar a la oligarquía con base en clichés que ya todos conocemos (ricos gordos y religiosos) para explicar suficientemente el problema de la injusticia social. El mal está en otra parte.
Uno de los aciertos más interesantes de A Royal Affaire, es la comparación explícita de su propia historia con el Camelot del Rey Arturo. La historia en el fondo es la misma: hay un rey enfermo en cuyas manos está el futuro del pueblo, una reina infeliz y un gran amigo; el mejor amigo, el amigo más justo y el más infiel.
Como siempre, Camelot está destinado a la decadencia. La brillantez de un periodo histórico no se mantiene nunca y no bastan las buenas intenciones de un doctor justiciero para resolver el problema de la desigualdad, de la locura del rey, de su propia lujuria, del mal. Y aunque la película se empeñe en hacer de nuestro doctor un héroe (el hombre ilustrado por excelencia) la verdad es que ni los hombres del siglo de las luces ni sus seguidores comunistas en el siglo XX, consiguieron nunca cumplir lo que prometían. El mal siempre destruye a Camelot.
A Royal Affaire es una gran película. Poco importa su marcada visión marxista en la interpretación de los hechos, poco importa que quiera hacernos creer que la culpa es, toda, de una “clase social”. Ya lo aprendimos con los poetas románticos: que el mal y la injusticia son cosas mucho más misteriosas.

A Royal Affair (La reina infiel). Dirección: Nikolaj Arcel. Guión: Rasmus Heisterberg y Nikolaj Arcel,  basados en la novela de Bodil Steensen–Leth. Fotografía: Rasmus Videbæk. Música: Cyrille Aufort y Gabriel Yared. Con Mads Mikkelsen, Alicia Vikander y Mikkel Boe Folsgaard. Dinamarca, Suecia, República Checa, 2012.

viernes, 15 de marzo de 2013

Moraleja política



Por: Fernando Zamora
Oz, el poderoso no es una gran película. Tampoco hubieran sido buenas las de Piratas del Caribe si en lugar de Johnny Depp, el principal hubiese sido James Franco quien es carismático, sí, pero no tiene los tamaños de un gran actor. Poco se le cree a Franco cuando pone cara de ternura, en cambio Mila Kunis hace a una magnífica bruja, mientras que la buena del cuento, Michelle Williams, quita pesantez a la original del 39 y le da un humor cándido.
Oz pretende explicar cómo es que El Mago de Oz llegó a ser tal. Hay al menos dos niveles en la interpretación de esta película. El primero es el más complejo para quien, como yo, se declara fanático del Wizard of Oz de Victor Fleming, con Judy Garland al frente de una obra histórica. Sam Raimi, director de Oz, es famoso como productor televisivo y parece haber trabajado mucho en la reinterpretación de una obra presente en toda la cultura de Estados Unidos: desde La Guerra de las Galaxias hasta Pink Floyd. Debe ser difícil, sin duda, reinterpretar una obra así; casi una blasfemia. Para comenzar, ¿quién se atreve a meterse en los zapatos (rojos) de Garland? Solo tal vez la misma que tuvo la audacia de reinterpretar a Marilyn Monroe y que salió ilesa en el intento. Michelle Williams, sin embargo, no interpreta en Oz, el poderoso a Dorothy sino a la bruja blanca, la enamorada del mago que vive en Kansas y que por casualidades tan especiales como las de la obra del 39 viene a parar a Oz que, en este caso, es su propio mundo. El segundo reto en la reinterpretación del clásico fue hacer del mago (símbolo del farsante y el charlatán) un héroe. Todos los defectos del Oz del 39 se invierten de forma que lo que en el original era charlatanería en el 2013 se vuelve imaginación; lo que en 1939 era engaño se vuelve en el 2013 estrategia. Oscar, nuestro mago de Kansas es, claro, un vivales. Eso todos lo sabemos. Lo saben las brujas y todos los que han tenido contacto con la obra original. Raimi y sus guionistas han tenido como reto explicar cómo es que semejante charlatán llegó a ser tan importante políticamente hablando en un mundo que, de tan onírico, a veces parece salido de un sueño de cannabis. Lo han logrado; guionistas y director han filmado un Oz sólido, divertido y a su manera, heroico. He aquí el logro de Oz, el poderoso. Para empezar, no compite con el clásico de 1939; muy al contrario, lo recrea y ofrece para él una nueva interpretación.
Lo sepan o no, los autores de Oz el poderoso han dado al Oz del 39 un carácter político. Si uno lo mira bien, todo gran gobierno comienza arriba, pero decae cuando se prolonga en el poder. Ese rey que antes era ingenioso, divertido y justo, con el paso de los años se vuelve intolerante, vanidoso, decadente. Oz, el poderoso es el mismo Oz que vemos en las últimas secuencias del clásico del 39. Gran logro para una película menor: retomar a Víctor Fleming y hacer con él una película para niños que tiene una discreta moraleja política.

Oz, The Great and Powerful (Oz, el poderoso). Dirección: Sam Raimi. Guión: Mitchell Kapner y David Lindsay–Abaire, basados en la novela de L. Frank Baum. Música: Danny Elfman. Fotografía: Peter Deming. Con James Franco, Mila Kunis Rachel Weisz y Michelle Williams. Estados Unidos, 2013.

viernes, 8 de marzo de 2013

Justicia poética



Por: Fernando Zamora
Anna Karenina de Joe Wright (director de Atonement, The Soloist y Pride and Prejudice) hace justicia a Tolstoi. Hacer justicia, dice Aristóteles, es dar a cada quien lo que merece y Wright da tal merecido a Tolstoi que, quien crea que puede sustituir la lectura de la novela viendo la película, saldrá del cine con una jaqueca rusa.
Si no supiésemos que el cine es consecuencia de una búsqueda pictórica, si no supiésemos que los grandes pintores se ponen en cada obra metas estéticas y formales, si no supiésemos que los grandes cineastas tienen más de la narrativa de un pintor renacentista que del imaginario de un cuentista posmoderno, correríamos el riesgo de pensar que el film de Wright es un pastiche en el que todo cabe. No. Wright está avanzando en la tradición del cine con base en autores como Greenaway, Sokurov y Branagh.
De Greenaway, Wright toma la negación del Estilo de Continuidad hollywoodense. Anna Karenina no quiere extraer al espectador de su realidad para introducirlo en la ficción. Todo el tiempo está recordándonos que esto es una película. De Sokurov, Wright retoma los planos secuencia que, a su vez, conectan con el clasicismo de Hitchcock o Welles. Con Branagh, Wright se conecta con la riquísima tradición de adaptaciones shakespeareanas. Wright es inglés, claro, y entiende la importancia de Shakespeare en la reinterpretación artística. Por primera vez se adapta a Tolstoi siguiendo la tradición que viene desde el Sturm und Drang hasta Akira Kurosawa. Anna Karenina abre el espectro que hasta ahora se había concentrado en Shakespeare y hace con Tolstoi un comentario poético aunque, como en el caso de Shakespeare, es indispensable un contacto previo con la obra original. Un tema complicado si se piensa que Shakespeare está escrito para ser interpretado en escena, mientras que Anna Karenina fue escrita para ser interpretada en la cabeza. Si uno no ha leído Enrique IV, podrá entender y hasta disfrutar My Own Private Idaho, pero si uno no ha leído a León Tolstoi se quedará con un historia más bien rosa y los impulsos visuales que recibirá en esta película se quedarán en la cabeza como cables sueltos, lanzando chispas, lo harán sentirse abrumado.
Anna Karenina es la obra más acabada de un director que parece poder abrir la tradición de adaptaciones shakespeareanas a otros escritores. Para lograr semejante prodigio hay que ser, también, director de actores. Jude Law por ejemplo, sigue creciendo aquí. Juega con su decadencia física y, sin ser viejo, se entrega al placer de actuar en contraparte con Aaron Taylor–Johnson como quien dice: “hace tiempo que superé al galán, hoy soy un actor”.
Anna Karenina es el Gesamtkunstwerk que inspiraba a Wagner, obra de arte total que goza de narrativa, imagen, danza, música y actuación. Obras como ésta demuestran que el arte trasciende la futilidad del “me gusta” o  “no me gusta.” ¿A quién le importan las opiniones de un crítico? La función de un crítico es subrayar por qué hay que exponerse a una obra como la de Joe Wright.

FICHA
Anna Karenina. Dirección: Joe Wright. Guión: Tom Stoppard basado en la novela de León Tolstoi. Música: Dario Marianelli. Fotografía: Seamus McGarvey. Con Keira Knightley, Aaron Taylor–Johnsony y Jude Law. Gran Bretaña, 2012.

viernes, 1 de marzo de 2013

La locura de la religión y la soledad



Por: Fernando Zamora
Una vez que ha pasado el tiempo de la pirotecnia del Oscar, justo es revisar algunas de las películas más delicadas e importantes; esas que pasaron por el fondo casi inadvertidas, como si se hubiesen visto abrumadas por la indudable belleza de las obras altamente industriales que compitieron en fama, forma y mercadotecnia el pasado fin de semana. The Master, de Paul Thomas Anderson, es una reflexión artística que goza de factura impecable, sorprendentes golpes de teatro (gran guión), fotografía que, al servicio de la historia tiene luz propia y, en suma, buen diseño de producción. Es interesante notar, sin embargo, que en el Oscar se le mencionó solo por sus actores: Joaquin Phoenix hace a un soldado que vamos conociendo poco a poco, en forma similar a quien conocemos en la calle, en el trabajo o en la escuela; he aquí la gracia de un gran contador de historias: hay mímesis: el director trae a presencia a un marinero que encarna realmente en Joaquín Phoenix.
Phoenix es Freddie Quell, un soldado medio loco que ha sido licenciado después de haber guerreado contra Japón. Estamos a principios de los 50 en el siglo XX y Freddie tiene un pasado que, tras el velo de la religión y la locura, se irá develando.
Philip Seymour Hoffman está en uno de sus mejores momentos. Basta entrar a la Internet y escuchar a Ron L. Hubbard para comprender lo profundo de la interpretación de Seymour Hoffman: ha tomado algunas cosas y ha añadido otras. Su personaje vive no tanto porque esté imitando al creador de la Cienciología sino más bien porque lo utiliza para crear otro personaje: el Ron Hubbard que habita en nosotros. Anderson y el actor trabajan en sincronía sorprendente. Seymour Hoffman, heredero de la tradición histriónica estadounidense (de Brando y Marilyn, de Pacino y Kathy Bates) es ya parte de la historia del arte.
Como se sabe, Ron Hubbard fue escritor de ciencia ficción y, frustrado con sus experiencias en el psicoanálisis, decidió inventar la Cienciología, religión que niega serlo y que tan importante se ha vuelto en Hollywood que atacarla de frente tiene su gracia. Anderson está lejos de hacer una caricatura, sin embargo. Hubbard tiene aquí la fuerza de un hombre capaz de mover mucho dinero y muchas conciencias. Hemos entrado, pues, en el terreno del gran arte de Paul Anderson: la locura que le atañe no es la de otros autores que en ello meditan. No es la locura sexual que ilumina a Solondz, no es la locura maniaca e inteligente que entretiene a Woody Allen; Anderson recrea personajes aquejados por la locura de la soledad. El marino de Anderson es un hombre sano en una sociedad enferma y su desencanto (muy similar al del protagonista de Punch Drunk Love) se ha purificado. The Master es una de las mejores películas de Anderson y en el encuentro entre el marinero solitario y el seductor de conciencias está el dilema del poder de la religión. Hay aquí, como puede verse, más que fuegos de artificio, la reflexión de una obra histórica en la primera mitad del siglo XXI.

The Master. Dirección: Paul Thomas Anderson. Guión: Paul Thomas Anderson. Fotografía: Mihai Malaimare Jr. Música: Jonny Greenwood. Con Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman y Amy Adams. Estados Unidos, 2012.