viernes, 25 de enero de 2013

Entartete Kunst



Por: Fernando Zamora
La patada de un policía en la pantalla despierta a los esnobs que, en Cannes, han venido a la gala en que se presenta la ganadora de la Palma: Amour de Michael Haneke. Esta es, además, su primera obra desde El listón blanco, que explora la moral que originó el nazismo. A Haneke hay que seguirle la huella. Nació en Munich y se educó en Viena. Ahí conoció a Elfriede Jelinek, Premio Nobel de Literatura que desde el encierro de su agorafobia vomita sobre el amor burgués; ese amor que, en su obra, es lo único que sigue en pie después de las revoluciones modernas. La tierra bohemia no debería ser recordada sólo por Hitler; el triste y hermoso patetismo de su música, su pintura y su literatura sigue presente en el mundo desde aquel 1937 en que los nazis confiscaron y exhibieron lo que llamaban “obras de arte degenerado” (Entartete Kunst) con el paradójico resultado de haber dado al mundo (sin querer ni saber) la primera gran muestra de las artes del modernismo. Haneke pertenece a esa tradición. A la de pintores como Kirchner, Ernst o Grosz; a la de sus seguidores Klossowski, su hermano Balthus o, en la literatura, Alfred Döbling y, en el cine, Werner Fassbinder. Todos ellos comparten una morbosa fascinación por el pesimismo que se deleita al mismo tiempo en una sexualidad sadomasoquista, como la maestra de piano que recrearon Jelinek y Haneke en el 2001.
Al inicio, Amour parece lo contrario a este mundo de pesimismo. Es una historia de amor que se detiene en una de sus puntas: el final. Sólo hay dos cosas que interesan en una historia de amor, principio y fin. Haneke ha escogido el fin del amor para expresar sus desalientos y decirlo otra vez: que vivir es una mierda y que sólo sobrevivimos gracias a la belleza y el arte.
Volvamos a la primera secuencia. Un policía patea la entrada de un departamento en París. La actuación del poli dice bien: hay algo adentro que huele muy mal. Finalmente el uniformado llega hasta el cuerpo de una mujer que yace, muy arreglada, sobre su cama. Alrededor de su pelo, coronándola, hay flores blancas y rojas. Su posición recuerda la Ofelia ahogada de Milais y ni siquiera esta belleza permite al policía olvidar el mal olor que todo lo llena a pesar de que el balcón está abierto. El policía se aproxima al rostro de la mujer y aparece entonces el título que nos ocupa, la obra de este autor que, más que degenerado, es desesperanzado: Amour. Hay que decirlo en la lengua que inventó el amor cortés: Amour. Ese que en apariencia es hermoso, huele muy mal en el último de sus días. Quien haya visto morir a un ser amado estará de acuerdo. La decadencia del cuerpo es cruel. Es interesante que los filósofos de la decepción soporten mal el sufrimiento y contradigan así todo romanticismo. El aparente acto de clemencia del marido amante es, más bien, un acto cobarde. Pareciera que en el modernismo es imposible permitir a alguien agotarse como una vela. Consumir la vida hasta el último doloroso trago de ajenjo. ¿Quién es más valiente, quien se niega a sufrir o quien vive el amor hasta el horror del último suspiro?

Amour. Dirección: Michael Haneke. Guión: Michael Haneke. Fotografía: Darius Khondji. Música: Schubert. Con: Jean–Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. Francia, Alemania, Austria, 2012.

viernes, 18 de enero de 2013

Tantrumtino hace wagners




Por: Fernando Zamora
Hay en La Red un clip que muestra a Tantrumtino (Tarantino, el berrinchudo) diciendo a un reportero bonachón: “Te voy a callar las nalgas.” Tantrumtino implica claro, que el reportero está haciendo preguntas con esa voluminosa parte de su cuerpo. ¿Por qué? Con altivez acaba de preguntarle: “¿Por qué promueves la violencia, Tarantino?”
Era eso que llaman prepúber cuando vi por primera vez a Tarantino. Pulp Fiction. No sabía quién era éste a quien los sabihondos de la Cineteca Nacional ponían tan alto. El público miraba la obra con seriedad, con un respeto temeroso, sin saber qué hacer (sólo he sentido algo así con Almodóvar). En la escena en que Vincent vuela los sesos de Marvin como si derramara Coca-Cola, fui yo quien derramó Coca-Cola en el cine con una estruendosa carcajada. La señora junto a mi dijo: “¿cómo puede un niño reírse de algo tan violento?”
¿Cómo puede alguien escandalizarse del candor de sus películas? El periodista que enfurece a Tantruntimo es un idiota. No ha entendido que Tarantino, lejos de promover el mal, lo conjura con las artes de un Goya o un artesano medieval.
Hoy la burguesía ríe con Tarantino, ríe con Almodóvar, ríe con los grotescos de Goya. La burguesía ríe con Tarantino como en un programa de risas grabadas. La diégesis de Django es simple, pero profunda y, como Almodóvar, pertenece al más fino mundo del melodrama. Y como he comparado tres veces a Almodóvar con Tarantino, pongo aquí por qué Django me recordó tanto al maestro español.
Django está construida con la minuciosidad de un artesano europeo o japonés (esos lugares donde todavía existen gremios medievales). Cada corte, cada plano, cada diálogo son un manifiesto de lo que el artista (el maestro gremial) piensa que el arte que está cultivando es. Cierto, los tarantinos están llenos de referencias, algunas sabrosas. Hay otras, sin embargo, tan profundas que abren los ojos (de quien quiere) a lo trascendental en el arte. Tres ejemplos: el uso del color. Admiremos en Django la secuencia inicial con textura setentera. Comparémosla con la escena en que el héroe negro nada en un río muy azul en un paisaje nevado. Atrás de él, los árboles están floreciendo. Dos: el gozo en la edición (más allá del montaje conceptual), admiremos la secuencia en que Dr. Shultz sirve una cerveza al esclavo recién-liberado. Es música. Música visual. Tres: diálogos y caracterización de esos personajes en esos actores. Waltz, el infame nazi de Inglorious Bastards se transforma en el dentista alemán que libera esclavos. DiCaprio se deja ver las arrugas, se pinta los dientes de verde y, en una escena antológica, se sangra la mano y no deja de actuar. Foxx escucha la historia del amor de Brunilda y Sigfrido con la simplicidad de un niño. Creo que vale la pena hacer eso: un esfuerzo y ver Django con la naturalidad de un niño que mira a Wagner. Sin pretensiones. Entenderíamos quizá que los grandes maestros son simples, profundos y muy entretenidos.

Django Unchained (Django desencadenado). Dirección: Quentin Tarantino. Guión: Quentin Tarantino. Música: Ennio Morricone y otros. Fotografía: Robert Richardson. Con Jamie Foxx, Christoph Waltz, Leonardo DiCaprio y Samuel L. Jackson. Estados Unidos, 2012

jueves, 3 de enero de 2013

El pequeño estudio de un clásico



Por: Fernando Zamora
En Cosmopolis David Cronenberg ha creado un universo de angustia onírica, claustrofobia billonaria que le valió la nominación a mejor película en Cannes el 2012. Aunque ganó Matteo Garrone con Reality, Cosmopolis no deja de ser inquietante.
Estamos frente a la obra menor de un gran director, una peliculita con saborcillo a denuncia que, hay que decirlo, pega mal con un director que ha producido cine tan bien acabado. La historia, basada en una novela de Don DeLillo, usa el tono satírico, tono que escapa cuando el director señala a su personaje (un joven billonario que se dedica a jugar a la bolsa) con gustito a desdén.
Desde el punto de vista formal, Cosmopolis parece el reverso de Diez de Abbas Kiarostami, en la cual la claustrofobia estaba justificada. Cuando Kiarostami seguía a una mujer taxista y nos encerraba con ella en la cabina, el logro consistía en la composición de un plano secuencia largo, dramático y de condiciones técnicas difíciles. Cuando Cronenberg hace lo mismo y nos encierra en la limusina en la que un corredor veinteañero se hace dueño del mundo del capital, la cosa resulta menos contundente.
De cualquier forma, la película tiene buenos momentos y si alguien fantasea todavía con Juliette Binoche, aquí podrá verla sometida en posición supina. A mí me sorprende (Cronenberg no) que la diva se haya prestado al juego.
En general, la cinta de Cronenberg ha recibido buenas críticas, aunque no creo que sea el trabajo donde ha brillado más. La denuncia (con o sin ironía) del capitalismo pesa más que la historia de este hombre que tiene al mundo en sus manos, pero el mundo lo aburre. Hay aquí guiños al conflicto del Ciudadano Kane: Eric es un hombre atormentado que todo lo tiene, excepto a la mujer perfecta. A Kane y a Eric el amor se les escapa y ellos sufren. En el caso de Cosmopolis, el billonario está enamorado de una rubia que promete con desgano que “uno de estos días” se acostará con él. En sus peores momentos pareciera que el film dice que los hombres de Wall Street son incapaces de amar; en los mejores, los diálogos hacen que uno ría de buena gana. Y es que más allá de la búsqueda formal, hay escenas que se suceden en un despropósito que Cronenberg identifica con el despropósito del Mundo. Cuando el director canadiense era joven y no formaba parte del sistema, sus críticas eran más acertadas. En The Brood, por ejemplo, el ataque al psicoanálisis quedaba bien, enmascarado en una historia de horror.
Casi todas las películas del canadiense han tocado la cima de lo grandioso. A Dangerous Method (también sobre el tema del psicoanálisis) y Eastern Promises, sus dos últimas películas, son contundentes en forma y fondo y aunque los fanáticos de Cronenberg esperamos con curiosidad el regreso del maestro al cine que le dio fama mundial (el horror bizarro), Cosmopolis es, por ahora, una curiosidad en su filmografía; un ejercicio formal, un estudio como los que hacían esos virtuosos del ochocientos cuando estaban planeando algo grande.

FICHA
Cosmopolis. Dirección: David Cronenberg. Guión: David Cronenberg, basado en la novela de Don DeLillo. Música: Howard Shore. Fotografía: Peter Suschitzky. Con Robert Pattison, Sarah Gadon y Juliette Binoche. Canadá, Francia, Portugal, Italia, 2012.