jueves, 26 de diciembre de 2013

Un delicado platillo japonés

Si alguien quiere degustar las delicias del cine japonés recomiendo que sin duda vea al maestro Hirokazu Koreeda. Desde que en 1995 saltó a la fama con la extraordinaria película Maborosi, se ha establecido como uno de los más refinados artistas del Extremo Oriente.

Lo primero que salta a la vista en Hirokazu Koreeda es una capacidad casi musical para tocar las fibras del gran drama. Y cuando escribo, sin embargo, “drama”, me refiero más a un cuarteto de Beethoven que a un cursi melodrama televisivo. Como Beethoven, Hirokazu Koreeda tiene el don de la introspección, sabe entrar en el corazón humano y, contenido, amante, tierno a veces y nunca cursi, es capaz de hacer vivir a sus criaturas. Tiene todo para ser uno de los cinco o seis mejores directores del cine asiático contemporáneo. No es poco.

La historia de Soshite chichi ni naru (traducida como De tal padre, tal hijo) es lo de menos: un hombre de arrestos empresariales comienza a sospechar que su hijo no es tal. Lo importante va más allá de la anécdota, va hasta la actuación, hasta el plano estético, hasta esa fibra que vibra y vibra de forma que no nos deja nunca siendo los mismos.


De tal padre tal hijo de Koreeda y La vida de Adela de Kechiche fueron, a mi parecer, las grandes estrellas de la pasada emisión de La Muestra Internacional de Cine de la Cineteca. Hoy, De tal padre... está a punto de estrenarse en corrida comercial. Creo que nadie que ame el cine puede perderse estas actuaciones, esta forma de decantar la historia, este gran cine que apuesta no por el cinismo ni el fuego artificial sino por eso que salva al mundo: el arte. La ternura.

En De tal padre..., Koreeda vuelve a encontrarse con sus temas predilectos: el difícil ejercicio de la paternidad que exploró en Nobody Knows y en I wish (Nos Yoeux Secrets). Pero más que la paternidad el tema que une a estos filmes con De tal padre... es el de la infancia perturbada. Cuando somos niños estamos perdidos. Es ese el tema que Hirokazu Koreeda retoma.

Es importante también destacar que la simplicidad, el minimalismo, no están ahí para impresionar o para estar a la moda. Hirokazu Koreeda escoge el lente de la simplicidad para que el conflicto humano y cultural crezca hasta alturas insospechadas. La historia de un hombre y su hijo termina convertida en un estudio antropológico de un Japón ultra-tecnológico en el que cuestiones tan simples como el amor de un hombre por un niño pequeño parecen cosas del pasado. Koreeda, sin embargo, como Beethoven, nos deja con un buen sabor de boca. Un sabor que dice: “Hay esperanza”. 
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FICHA TÉCNICA: Soshite chichi ni naru (De tal padre, tal hijo). Dirección: Hirokazu Koreeda. Guión: Hirokazu Koreeda. Fotografía: Mikiya Takimoto. Con Masaharu Fukuyama, Machiko Ono, Yôko Maki, Rirî Furankî. Japón, 2013

viernes, 20 de diciembre de 2013

Blanca es un Jazmín azul


En la ingente filmografía de Woody Allen, Blue Jasmine es lo que llaman un ave rara. Aquí están el guión redondo, las magníficas actuaciones y una historia que se despega de la frivolidad de sus últimos filmes. Blue Jasmine es una película cruel.

Hace año, Allen acudió a una puesta en escena en el off Broadway para ver A Streetcar Named Desire, clásico de Tennesee Williams. Ahí, lejos de los reflectores de Broadway y de Hollywood, Allen tuvo el privilegio de encontrarse con una verdadera actriz: Cate Blanchett. El crítico teatral del New York Times escribió: “escuchar palabras tan conocidas en forma tan correcta es… es como escucharlas por primera vez.” Algo similar debe haber sentido Woody Allen; tanto que decidió escribir para Blanchett esta nueva aventura fílmica, Blue Jasmine. Y ciertamente, el azar pareciese jugar a favor del director. Hasta el nombre Blanchett, parece conectado, mediante algún ingenio metafísico, con el del personaje clásico de aquel Tranvía llamado deseo. Cate Blanchett interpreta a Blanche Du Bois.

Para no caer en obviedades, Blanchett en el filme se llama, por razones que hay que ver, Blue Jasmine pero hay en ella mucho del personaje de Tennesse William. Blue Jasmine es sin duda una de las películas más serias de Woody Allen, lo cual no obsta para que dos o tres veces venga la sonrisa e incluso, si uno lo permite, tal vez la carcajada.

La trama es un complejo comentario del drama de Williams. Hay en ella la nostalgia de un pasado que no volverá. Y es que Jasmine, socialité de la cultura más frívola del planeta, tiene que ir a vivir con una hermana de la que ha estado distanciada. Su nueva vida cotidiana la agobia y ella, ¿qué va a hacer? Detenida en un mundo que le queda angosto (angosto y angustia tienen la misma raíz), Jasmine libra una batalla perdida contra sí misma.

No soy lector de tarot. No tengo una bola mágica, pero tengo la impresión de que, en el futuro, las películas de Allen más apreciadas serán las piezas, esas que tanto deben a sus amados —y estudiados— maestros nórdicos y rusos. Chéjov, Bergman, están aquí. El público, claro, siempre quiere risas. He estado en salas en las que nomás aparece Allen y, aún antes de que abra la boca o haga un gesto, la gente ya está soltando la carcajada. Encasillado como Jasmine, en un pasado idílico, Allen sabe hacer reír, sin duda, pero como demuestra en obras tan acabadas como Match Point (una purgación de su vida cotidiana y sutil revisión del Ricardo III de Shakespeare), el cineasta neoyorquino tiene deudas que pagar con el cine más exquisito; ese que tiene influencias que sus fanáticos más risueños a menudo no quieren ver.

Williams y Allen. Referencias cruzadas, inspiraciones clásicas. No es que aquí vayamos a ver una reinterpretación, no. Allen no ha caído nunca en la vulgaridad del robo flagrante y es más bien como esos pintores del XIX francés que si encuentran algo interesante lo analizan, lo hacen suyo, lo incorporan a su imaginario y lo transforman. Algo así sucede con Blanche Du Bois que se ha vuelto un Jazmín azul.
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FICHA TÉCNICA: 

Blue Jasmine (Jazmín azul). Dirección: Woody Allen. Guión: Woody Allen. Fotografía: Javier Aguirresarobe. Con Cate Blanchetett, Joy Carlin, y Alec Baldwin. Estados Unidos, 2013.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Nueva exploración de un deseo prohibido

Dans la maison ganó el Festival de Cine de San Sebastián en las categorías de mejor película y mejor guión. El jurado no se equivocó. El filme es una muy fina exploración de un deseo tan escandaloso que Almodóvar (quien ha tocado con soltura el incesto) falló cuando trataba de invocarlo. En La mala educación el director español fracasó cuando trató de tocar el espinoso tema del deseo de un adulto por un menor. La diferencia entre La mala educación y Dans la maison estriba en la contención. El francés construye su discurso con distancia. No se involucra, como Almodóvar, con sus criaturas. Las notas autobiográficas del manchego hacían muy complicadas ciertas interpretaciones del filme, por eso él tuvo que insertarle textos y escenas que decían a las buenas conciencias: “lo que estáis viendo de ninguna manera aprueba este tipo de relación”. Ozon no necesita explicaciones, pero si uno tiene la curiosidad de analizar su obra descubrirá que éste tipo de deseo no le pasa desapercibido.

Además de utilizar una obra de teatro de otro autor, el francés construye aquí un juego de espejos en el que no es clara nunca la frontera entre ficción y realidad. Ozon, además, no siente la necesidad de ser explícito. Ni siquiera en el cortometraje que le dio fama (Une robe d’été de 1996) se sintió obligado a ser demasiado gráfico en la exploración del deseo sexual. Fabrice Luchini interpreta al profesor con muchas tablas e inteligencia: sus afectaciones se mueven todas en un terreno ambiguo en el que uno no sabe nunca si es afeminado, nervioso, cómico o infantil. Fabrice Luchini da vida a un amante de la literatura que se da tiempo para ayudar a su alumno a escribir “fantasías adolescentes”. Gracias a este artilugio narrativo, el director nos ofrece la posibilidad de quedarnos con una comedia de enredos o un thriller y nada más. No es necesario ir más allá de la historia para encontrar aquí una película deliciosa. Sin embargo, si uno tiene la manía de descorrer el telón detrás, verá el deseo latente que en la escena cumbre del filme golpea con esta conciencia: más que de deseo sexual, Ozon está hablando aquí de ternura.

Dans la maison es una de las mejores películas de este director y no es poco. Estamos hablando de uno de los directores más importantes de Francia. Por si fuera poco, todas sus obsesiones están aquí: el deseo, la ternura, la frontera entre realidad y ficción y la función de la literatura en la vida cotidiana. Pareciese que con los mismos elementos con los que creó Swimming Pool el francés estuviese haciendo algo distinto, pero vale la pena detenerse a mirarlas bien. Estas películas son isomorfas. Corresponden con las ideas más profundas del cine de un hombre que no necesita ser escabroso para ser profundo, un narrador que en el deseo exalta más la ternura que la barbarie y que tiene la elegancia de un poeta francés cuando se trata de explorar las fronteras y las aristas del deseo sexual.


FICHA TÉCNICA: Dans la maison (En la casa). Dirección: François Ozon. Guión: François Ozon basado en la obra de teatro de Juan Mayorga. Fotografía: Jérôme Alméras. Música: Philippe Rombi. Con Fabrice Luchini, Ernst Umhauer y Kristin Scott Thomas. Francia, 2012.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Amor sin por qué

Fernando Zamora
@fernandovzamora

He escuchado que críticos de boina dicen que La vie d’Adèle es aburrida y excesivamente larga. Otros se deleitan en el “cine lésbico”. Lo aburrido es una cosa subjetiva, pero vale la pena discutir si dura demasiado y si la ganadora de La Palma de Oro es “cine gay”.

Abdellatif Kechiche ha quitado al cómic de Maroh, activismo político. Al mismo tiempo ha dado a la protagonista diversas clases sociales y culturales. Los largos diálogos en que la protagonista lamentaba su “condición” han desaparecido en la traslación a la pantalla. En cambio el director ha escrito disquisiciones artísticas y literarias. Con ellas, Kechiche trasciende la trama homosexual para introducirse en el universo espiritual de sus protagonistas. Quien ve en La vie d’Adèle “cine gay” me parece moralizante, con independencia de la preferencia sexual de quien le pegue la etiqueta. Y sin embargo, las escenas sexuales son imprescindibles. Sin ellas no podríamos entender el dolor físico de la amante separada del objeto de su afecto. Es por esto, y sólo por esto, que la exploración del director resulta un hito en la historia del cine, porque las escenas explícitas no son un fin, son un medio para narrar. El amor entre Emma y Adèle no está puesto en la pantalla con el objeto de espantar a la burguesía o de hacer sentir bien a las minorías; están ahí porque narrativamente son  necesarias para explorar la psicología de las protagonistas. Es también en este sentido que cobran fuerza las charlas filosóficas. Kechiche se propone a sí mismo como continuador de la gran literatura francesa, esa que ha explorado el deseo femenino desde el corazón de la señora Bovary. El interés psicológico se manifiesta también en el Extremo close up que da continuidad a toda la película. En el amor de las jóvenes actrices podemos ver las incipientes várices, las uñas un poco sucias, los dientes amarillos, el pelo mal cortado. Kechiche auténticamente se pega a la piel de sus actrices. Hubiera sido incongruente obviar las escenas de alcoba, el realizador hubiese traicionado su propia narrativa, su exploración espiritual. Quien se quede en La vie d’Adèle con un “aburrido y largo cine de lesbianas”, probablemente tenga dificultad para apreciar otro tipo de exploraciones psicológicas. Las del Caravaggio, por ejemplo.

Además, Abdellatif Kechiche trasciende la discusión pequeño burguesa, por eso no complace ni a activistas gay ni a moralistas de vieja escuela. En filmes como La Venus noire Kechiche ha demostrado ya que el arte vale más que las idolologías. La vie d’Adèle recrea un chica-encuentra-chica que no obvia ni amor, ni deseo, ni sexo (tres cosas que activistas y moralistas tienden a confundir). La protagonista no necesita ni de filosofía ni de política para desear lo que desea; su amor, como la rosa, es sin-por-qué. Adéle no compensa nada, no sublima nada, no se sirve de nada. Como en el caso de Bovary, de Karenina, de la Nora de Casa de muñecas su deseo sólo está completo en unión con un cuerpo que destruye todo lo banal de la existencia.

FICHA
La vie d’Adèle. Dirección: Abdellatif Kechiche. Guión: Abdellatif Kechiche y Ghalia Lacroix basados en el cómic de Julie Maroh. Fotografía: Sofian El Fani. Con: Léa Seydoux y Adèle Exarchopoulos, Francia, 2013.


viernes, 29 de noviembre de 2013

Lo que piensa la divorciada

En 2004, Gerardo Herrero (productor de El Secreto de sus ojos de Campanella) me dijo que el problema de los mexicanos es que estamos obsesionados con el norte: “a los mexicanos sólo les interesa Estados Unidos”, concluyó. En aquel tiempo yo buscaba dinero en el programa/premio Cine en construcción que se otorga en la ciudad de San Sebastián. Justamente en Cine en construcción ganó Gloria, participante chilena de la Muestra Internacional de Cine de la Cineteca.

Lo dicho por Herrero se confirma independientemente del éxito que han tenido algunas películas mexicanas en Cannes. La mayoría de los cinéfilos aquí comparan Cannes con el Oscar, dislate similar a confundir un anillo de diamantes con una tienda de joyas. En 2004 cuando tuve aquella conversación con Gerardo Herrero comprobé que, efectivamente, las instituciones mexicanas minimizaban San Sebastián: el IMCINE no promocionó nada, no hubo cobertura de prensa, los directores y productores mexicanos veían a los inversionistas europeos y latinoamericanos con desdén. Me parece que aquí está la verdadera diferencia entre lo que es “cine de festival” y lo que aquí se cree que es eso.

Gloria ha participado en al menos cuatro festivales mayores que poco o nada se cubren en México. Apoyado en San Sebastián el cine chileno (que no existía hace veinte años) ha conseguido el prodigio de hacerse con una historia.

La principal virtud de Gloria está en que los guionistas consiguen que, sin diálogos, seamos capaces de entrar en la mente de la protagonista: saber lo que piensa esta sesentona a la que le gusta bailar y fumarse de vez en vez un churro. Esta señora que todavía tiene los arrestos para meterse en líos amorosos ha sido encarnada por Paulina García y si uno quiere saber lo que es actuación “de festival” aquí está ella para mostrarlo. Lelio no abusa del Neorrealismo, usa actores de verdad. Forjado en el oficio de periodista, el director tiene un ojo puntual que, sin embargo, no confunde el minimalismo con la falta de imaginación o peor, la sencillez con la arrogancia. Hay un momento sí, en que el film refiere a una de las escenas cumbres de Muerte en Venecia (Gloria se arregla y escucha a Mahler) pero las pretensiones se detienen de golpe para reiniciar la historia. Contención. Ni director ni actriz ni guionistas permiten que el personaje se les salga de control en aras de imitar “un estilo”.

Así como Herrero me dijo que México no tenía ojos más que para Estados Unidos, la mexicana Bertha Navarro, productora del Laberinto del Fauno me dijo una vez que lo que México necesita son productores de verdad. Productores como Pablo Larraín. Imagino a Lelio y a Larraín en San Sebastián pidiendo dinero para dar vida a Gloria, esta mujer cuya existencia se ve sacudida por toda clase de calamidades que incluyen, claro, al amor. Sí, más que directores lo que aquí faltan son productores que se arriesguen a ir más allá de California, que tengan miras para buscar inversionistas con ganas de darle vida a una mujer que sintiendo a la muerte, le da por bailar.
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FICHA

Gloria. Dirección: Sebastián Lelio. Guión: Sebastián Lelio y Gonzalo Maza. Fotografía: Benjamín Echazarreta. Con Paulina García, Sergio Hernández y Diego Fontecilla. Chile, España, 2013.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Nueva vuelta de tuerca al realismo soviético



Fernando Zamora
@fernandovzamora

Quedarse con que la historia de La postura del hijo (mejor traducción: el punto de vista del niño) es la de una madre controladora y un hijo castrado, es como decir que El Quijote es la historia de un loco. La obra de Calin Peter Netzer ganó el premio Fipresci y el Oso de Berlín al menos por dos cosas. En la historia vemos a una buena variedad de personajes arrojados al mundo por el comunismo de la posguerra (eso que llaman “socialismo real”). Aquí está la aristocracia de siempre. Sigue repartiendo dinero para comprar conciencias, sigue corrompiendo. Aquí están los viejos policías, representantes de la burocracia que en el nuevo capitalismo rumano también se dejan sobornar y sobre todo dos personajes que no hay que perder: un millonario con coche más potente que el del niño del título (contar la historia sería de muy mala educación) y una familia de campesinos que siguen viviendo en condiciones similares a las del tiempo en que Drácula era príncipe de Valaquia.

La segunda razón por la que La postura del hijo merece un premio como el de la Federación Internacional de Prensa Cinematográfica está en el estilo. Suele llamársele realismo soviético y me parece que en México está muy de moda. Creo, sin embargo, que aquí se usa en forma reaccionaria. Me explico. Las tomas largas en que la vida transcurre mostrando su desnudez surgió como una posición política que el imperio soviético impuso para mostrar con absoluta sencillez y “honestidad” la vida cotidiana. En ella veíamos entonces o el horror del idealismo burgués o la delicia del materialismo socialista. Kieslowski y otros polacos comenzaron a utilizar este lenguaje oficial para denunciar el horror del mismo régimen soviético. Al hacerlo se adentraron en algo que en aquellos tiempos estaba prohibido nombrar: el alma. El realismo soviético utilizado como reflexión metafísica ha dado al mundo algunas de las mejores obras del cine europeo de la posguerra: desde los hermanos Dardenne hasta el rumano Mungiu. Sí: el progreso en el arte es posible. Utilizar un estilo para denunciar a sus promotores lanzó al arte muy lejos. Ahora, cuando en México se usa este tipo de cine para mostrar la realidad desde su perspectiva más materialista uno siente que ha revivido Stalin. Esto no significa, por supuesto, que autores como Peter Netzer no sean capaces de dar una nueva vuelta de tuerca al estilo. En La postura del hijo los autores se adentran en la nueva alma de Rumania sin conceder que las cosas hayan cambiado necesariamente para bien. El final es rotundo. Si entendemos todo lo que el protagonista está dejando atrás con un apretón de manos veremos que hay algo que mueve al mundo: es algo hermoso y lleno de luz. El realismo soviético usado como ejercicio de denuncia o propaganda política es reaccionario y cómplice de aquella barbarie; usado para mostrar el misterio insondable de la realidad humana es abrir el horizonte a un realismo metafísico en el que vivir a pesar de ser este niño–adulto, aún es posible.
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FICHA TÉCNICA
Pozitia copilului (La postura del hijo). Dirección: Calin Peter Netzer. Guión: Razvan Radulescu y Calin Peter Netzer. Fotografía: Andrei Butica. Con Luminita Gheorghiu, Bogdan Dumitrache y Ilinca Goia. Rumania, 2013.



jueves, 4 de abril de 2013

Sexo ¿cómo vivir sin él?



Por: Fernando Zamora
Tengo la impresión de que The Sessions nació con vocación de Oscar. Siempre hay un inválido en el Oscar ¿o no? Gaby: A True Story puso en 1988 a Mandoki en los Cuernos de la Luna y su guionista (egresado del CCC) vive de becas desde aquel ya lejano día. My Left Foot consagró a Daniel Day–Lewis y hace dos años, Intouchables (historia de un discapacitado y su cuidador africano) tocó el oro de la preciada estatuilla poniendo a la película francesa en los Globos de Oro, antesala del Oscar.
Helen Hunt por lo pronto consiguió una nominación. Hunt hace a la mujer comprometida que, en aras del servicio social, está dispuesta a meterse en la cama con un hombre inválido. Él lo que más desea en la vida es perder la virginidad. La historia tiene su encanto, claro, si uno está convencido, como los autores del filme, de que no hay nada peor que ser virgen. Ahora, si uno mira bien la premisa y, con un poco de frialdad, encuentra dos o tres puntos de falsa inocencia, poco importa que la historia sea una más de esas “basadas en un caso real”. Peor para la realidad si, en la pantalla, resulta increíble.
Increíble que un sacerdote católico se dé a la tarea de promover la relación sexual. Si a los homosexuales les piden cargar a cuestas “la cruz” de la castidad, ¿qué no dirían a un muchacho parapléjico? Tal vez nuestro sacerdote sea muy del Concilio Vaticano II (tirando ya a un Vaticano III) pero ni con todo y sus greñas largas le creemos que “en el nombre de Jesucristo” organice la aventura de ayudar a un parroquiano a perder su virginidad. Resulta increíble también que la “sexual surrogate” se nos venda aquí no como prostituta de tintes filantrópicos (lo cual sería mucho más divertido, claro) sino como mujer de profundas convicciones sociales, con un hijo adolescente que juega al soccer y que, en fin, es parte de una familia como cualquier otra. Que mamá se meta en la cama para ayudar a inválidos a perder la virginidad es cosa normal.
En el fondo, la inocencia termina volviéndose molesta frente a un tema tan delicado. Si uno quiere saber lo que es el amor entre un hombre completamente fuera de los parámetros aceptados de belleza y una hermosa mujer, basta y sobra con un roce de manos en la escena de David Lynch en la que Anne Bancroft murmura sensual: “¿lo ha visto, señor Merrick? Usted no es un hombre elefante… ¡Usted es Romeo!” Lynch, por supuesto, no corre el riesgo de aburrirnos con la noción falsa de que una mujer como Bancroft va a enamorarse, en la vida real, de un personaje con las deformidades del Hombre Elefante.
El problema de fondo en The Sessions parece ser que se contradice en sus principios. Por una parte sostiene que el sexo es lo más importante del mundo; tanto que es lo que más desea un muchacho inválido: más que caminar, más que volar, más que tomar un baño sin necesidad de alguien que lo ayude. Sexo es lo que él necesita y, sin embargo, el sexo resulta tan banal que lejos de enternecer nos deja perplejos en su inocencia, su frivolidad.

The Sessions (Seis sesiones de sexo). Dirección: Ben Lewin. Guión: Ben Lewin basado en un artículo de Mark O’Brien. Fotografía: Geoffrey Simpson. Música: Marco Beltrami. Con John Hawkes, Helen Hunt y William H. Macy. Estados Unidos, 2012.

jueves, 28 de marzo de 2013

Demasiado lejos, demasiado temprano



Por: Fernando Zamora
Side Effects demuestra que no es posible separar la obra del artista. El film sería bueno si el autor fuese un desconocido, excelente tal vez si fuese novato; el problema es que de Soderbergh uno espera esa obra maestra que no ha llegado desde hace más de veinte años.
Side Effects tiene todo lo que amamos en el cine psicológico de Hitchcock. Las cosas no son lo que parecen, la trama es un puzzle bien tejido y las actuaciones van a la altura del suspenso. Jude Law (cada vez más calvo y mejor actor) interpreta a un personaje en la frontera entre la inocencia y la maldad, y Rooney Mara utiliza su cabello como arma histriónica para jugar también con la ambigüedad que requiere el encuentro entre psiquiatra y paciente en batalla por “La verdad”. Toda credibilidad en esta película está del lado de la actuación. No es poco. Lástima que de Soderbergh uno espere, desde 1989, algo más.
Por supuesto, la película desde el punto de vista visual es un gozo, pero eso uno lo da por descontado. Soderbergh (quien suele fotografiar sus obras) parece más controlado en aquello del corte directo que tan bien le aprendió a Godard. Se le agradece en el fondo. Godard está bien, pero se había vuelto en Soderbergh un cliché. Ahora, ya en el “estilo de continuidad” el espectador se introduce efectivamente en la trama de una mujer deprimida y fotografía y edición ayudan tanto que, durante los mejores momentos, me creí viendo un filme en la escuela del Caligari de Wiene. Sospecho que lo insulso del desarrollo estriba en que Soderbergh ha querido hacer un filme sencillo, capaz de atraer al gran público que desconoce su nombre; hacerse de unos dólares que le permitan atacar un nuevo, ambicioso proyecto. Quizá.
En 1989 Steven Soderbergh (a la sazón con 26 años) se volvió famoso con Sex, Lies and Videotape. El joven genio no ha igualado la fuerza de esta primera película. La contundencia con la que analizaba en ella los complejos asuntos del psicoanálisis hicieron creer que era capaz de más, mucho más. Sexo mentiras y video (como se le llamó en México) tenía una apariencia simple, pero era en realidad muy profunda; tanto, que Soderbergh se puso a buscar la forma de estar a la altura de su primera gran obra. No lo logró corrigiendo a Tarkovski con Solaris y resultó más bien superficial y hasta ñoño cuando quiso encontrar el hilo negro del narco en Traffic. La importancia de Sexo, mentiras y video es tal que cada que aparece una nueva obra de Soderbergh uno piensa que habrá algo que anuncie el regreso del maestro que todos esperábamos en 1989. En este sentido, Side Effects ofrece confianza. Por lo pronto Steven Soderbergh ha vuelto a la simplicidad y al psicoanálisis. Tal vez él mismo está esperando encontrar el camino de regreso a su primera genialidad porque si ésta fuera su primera película uno esperaría en el futuro algo del tamaño de Sex, Lies and Videotape, pero para bien o para mal, Soderbergh ha tenido hasta ahora el destino del genio que llega demasiado lejos, demasiado temprano.

Side Effects (Terapia de riesgo). Dirección: Steven Soderbergh. Guión: Scott Z. Burns. Fotografía: Steven Soderbergh. Música: Thomas Newman. Con Jude Law, Rooney Mara y Catherine Zeta–Jones. Estados Unidos, 2013.

viernes, 22 de marzo de 2013

Camelot en Dinamarca



Por: Fernando Zamora

A Royal Affaire habla del mal en la sociedad. El rey Christian VII de Dinamarca es un poco excéntrico. Estamos en el siglo XVIII y, aunque nadie se atreve a decirlo, está loco. Conforme avanza la película, sin embargo, entendemos que, independientemente de su enfermedad, el rey tiene también deseos de grandeza. Casado con una princesita inglesa, el rey pareciera destinado a ser y a hacer infelices a los que lo rodean hasta que se aparece en su vida un héroe: un doctor alemán con todas las características del hombre ilustrado: ateo, altruista y amante tanto de la Revolución Social como de las mujeres. Con la irrupción de este personaje, comienza uno a intuir cuál es la respuesta que da esta película al mal en la sociedad; necesitamos, por tanto, “unos malos”.
Los malos aquí son, claro, las clases privilegiadas, los aristócratas, los terratenientes, la reina madre y un oscuro príncipe de aspecto idiota que quiere la corona de su loquísimo hermano. Todos ellos desean mantener en la oscuridad a Dinamarca a pesar de los intentos del doctor que, ya involucrado en asuntos de gobierno, se dedica a influir en el rey para dar al pueblo algo de justicia social. Si uno lo mira bien, la cosa es marxista: los malos son una clase y la historia avanza en la oposición entre las distintas clases. Nuestro héroe, el doctor, juega bien su papel de redentor del proletariado en un filme muy entretenido, muy bien escrito y muy bien actuado. El problema del mal y de la injusticia, sin embargo, está más allá de un problema de clases y no basta caricaturizar a la oligarquía con base en clichés que ya todos conocemos (ricos gordos y religiosos) para explicar suficientemente el problema de la injusticia social. El mal está en otra parte.
Uno de los aciertos más interesantes de A Royal Affaire, es la comparación explícita de su propia historia con el Camelot del Rey Arturo. La historia en el fondo es la misma: hay un rey enfermo en cuyas manos está el futuro del pueblo, una reina infeliz y un gran amigo; el mejor amigo, el amigo más justo y el más infiel.
Como siempre, Camelot está destinado a la decadencia. La brillantez de un periodo histórico no se mantiene nunca y no bastan las buenas intenciones de un doctor justiciero para resolver el problema de la desigualdad, de la locura del rey, de su propia lujuria, del mal. Y aunque la película se empeñe en hacer de nuestro doctor un héroe (el hombre ilustrado por excelencia) la verdad es que ni los hombres del siglo de las luces ni sus seguidores comunistas en el siglo XX, consiguieron nunca cumplir lo que prometían. El mal siempre destruye a Camelot.
A Royal Affaire es una gran película. Poco importa su marcada visión marxista en la interpretación de los hechos, poco importa que quiera hacernos creer que la culpa es, toda, de una “clase social”. Ya lo aprendimos con los poetas románticos: que el mal y la injusticia son cosas mucho más misteriosas.

A Royal Affair (La reina infiel). Dirección: Nikolaj Arcel. Guión: Rasmus Heisterberg y Nikolaj Arcel,  basados en la novela de Bodil Steensen–Leth. Fotografía: Rasmus Videbæk. Música: Cyrille Aufort y Gabriel Yared. Con Mads Mikkelsen, Alicia Vikander y Mikkel Boe Folsgaard. Dinamarca, Suecia, República Checa, 2012.

viernes, 15 de marzo de 2013

Moraleja política



Por: Fernando Zamora
Oz, el poderoso no es una gran película. Tampoco hubieran sido buenas las de Piratas del Caribe si en lugar de Johnny Depp, el principal hubiese sido James Franco quien es carismático, sí, pero no tiene los tamaños de un gran actor. Poco se le cree a Franco cuando pone cara de ternura, en cambio Mila Kunis hace a una magnífica bruja, mientras que la buena del cuento, Michelle Williams, quita pesantez a la original del 39 y le da un humor cándido.
Oz pretende explicar cómo es que El Mago de Oz llegó a ser tal. Hay al menos dos niveles en la interpretación de esta película. El primero es el más complejo para quien, como yo, se declara fanático del Wizard of Oz de Victor Fleming, con Judy Garland al frente de una obra histórica. Sam Raimi, director de Oz, es famoso como productor televisivo y parece haber trabajado mucho en la reinterpretación de una obra presente en toda la cultura de Estados Unidos: desde La Guerra de las Galaxias hasta Pink Floyd. Debe ser difícil, sin duda, reinterpretar una obra así; casi una blasfemia. Para comenzar, ¿quién se atreve a meterse en los zapatos (rojos) de Garland? Solo tal vez la misma que tuvo la audacia de reinterpretar a Marilyn Monroe y que salió ilesa en el intento. Michelle Williams, sin embargo, no interpreta en Oz, el poderoso a Dorothy sino a la bruja blanca, la enamorada del mago que vive en Kansas y que por casualidades tan especiales como las de la obra del 39 viene a parar a Oz que, en este caso, es su propio mundo. El segundo reto en la reinterpretación del clásico fue hacer del mago (símbolo del farsante y el charlatán) un héroe. Todos los defectos del Oz del 39 se invierten de forma que lo que en el original era charlatanería en el 2013 se vuelve imaginación; lo que en 1939 era engaño se vuelve en el 2013 estrategia. Oscar, nuestro mago de Kansas es, claro, un vivales. Eso todos lo sabemos. Lo saben las brujas y todos los que han tenido contacto con la obra original. Raimi y sus guionistas han tenido como reto explicar cómo es que semejante charlatán llegó a ser tan importante políticamente hablando en un mundo que, de tan onírico, a veces parece salido de un sueño de cannabis. Lo han logrado; guionistas y director han filmado un Oz sólido, divertido y a su manera, heroico. He aquí el logro de Oz, el poderoso. Para empezar, no compite con el clásico de 1939; muy al contrario, lo recrea y ofrece para él una nueva interpretación.
Lo sepan o no, los autores de Oz el poderoso han dado al Oz del 39 un carácter político. Si uno lo mira bien, todo gran gobierno comienza arriba, pero decae cuando se prolonga en el poder. Ese rey que antes era ingenioso, divertido y justo, con el paso de los años se vuelve intolerante, vanidoso, decadente. Oz, el poderoso es el mismo Oz que vemos en las últimas secuencias del clásico del 39. Gran logro para una película menor: retomar a Víctor Fleming y hacer con él una película para niños que tiene una discreta moraleja política.

Oz, The Great and Powerful (Oz, el poderoso). Dirección: Sam Raimi. Guión: Mitchell Kapner y David Lindsay–Abaire, basados en la novela de L. Frank Baum. Música: Danny Elfman. Fotografía: Peter Deming. Con James Franco, Mila Kunis Rachel Weisz y Michelle Williams. Estados Unidos, 2013.

viernes, 8 de marzo de 2013

Justicia poética



Por: Fernando Zamora
Anna Karenina de Joe Wright (director de Atonement, The Soloist y Pride and Prejudice) hace justicia a Tolstoi. Hacer justicia, dice Aristóteles, es dar a cada quien lo que merece y Wright da tal merecido a Tolstoi que, quien crea que puede sustituir la lectura de la novela viendo la película, saldrá del cine con una jaqueca rusa.
Si no supiésemos que el cine es consecuencia de una búsqueda pictórica, si no supiésemos que los grandes pintores se ponen en cada obra metas estéticas y formales, si no supiésemos que los grandes cineastas tienen más de la narrativa de un pintor renacentista que del imaginario de un cuentista posmoderno, correríamos el riesgo de pensar que el film de Wright es un pastiche en el que todo cabe. No. Wright está avanzando en la tradición del cine con base en autores como Greenaway, Sokurov y Branagh.
De Greenaway, Wright toma la negación del Estilo de Continuidad hollywoodense. Anna Karenina no quiere extraer al espectador de su realidad para introducirlo en la ficción. Todo el tiempo está recordándonos que esto es una película. De Sokurov, Wright retoma los planos secuencia que, a su vez, conectan con el clasicismo de Hitchcock o Welles. Con Branagh, Wright se conecta con la riquísima tradición de adaptaciones shakespeareanas. Wright es inglés, claro, y entiende la importancia de Shakespeare en la reinterpretación artística. Por primera vez se adapta a Tolstoi siguiendo la tradición que viene desde el Sturm und Drang hasta Akira Kurosawa. Anna Karenina abre el espectro que hasta ahora se había concentrado en Shakespeare y hace con Tolstoi un comentario poético aunque, como en el caso de Shakespeare, es indispensable un contacto previo con la obra original. Un tema complicado si se piensa que Shakespeare está escrito para ser interpretado en escena, mientras que Anna Karenina fue escrita para ser interpretada en la cabeza. Si uno no ha leído Enrique IV, podrá entender y hasta disfrutar My Own Private Idaho, pero si uno no ha leído a León Tolstoi se quedará con un historia más bien rosa y los impulsos visuales que recibirá en esta película se quedarán en la cabeza como cables sueltos, lanzando chispas, lo harán sentirse abrumado.
Anna Karenina es la obra más acabada de un director que parece poder abrir la tradición de adaptaciones shakespeareanas a otros escritores. Para lograr semejante prodigio hay que ser, también, director de actores. Jude Law por ejemplo, sigue creciendo aquí. Juega con su decadencia física y, sin ser viejo, se entrega al placer de actuar en contraparte con Aaron Taylor–Johnson como quien dice: “hace tiempo que superé al galán, hoy soy un actor”.
Anna Karenina es el Gesamtkunstwerk que inspiraba a Wagner, obra de arte total que goza de narrativa, imagen, danza, música y actuación. Obras como ésta demuestran que el arte trasciende la futilidad del “me gusta” o  “no me gusta.” ¿A quién le importan las opiniones de un crítico? La función de un crítico es subrayar por qué hay que exponerse a una obra como la de Joe Wright.

FICHA
Anna Karenina. Dirección: Joe Wright. Guión: Tom Stoppard basado en la novela de León Tolstoi. Música: Dario Marianelli. Fotografía: Seamus McGarvey. Con Keira Knightley, Aaron Taylor–Johnsony y Jude Law. Gran Bretaña, 2012.

viernes, 1 de marzo de 2013

La locura de la religión y la soledad



Por: Fernando Zamora
Una vez que ha pasado el tiempo de la pirotecnia del Oscar, justo es revisar algunas de las películas más delicadas e importantes; esas que pasaron por el fondo casi inadvertidas, como si se hubiesen visto abrumadas por la indudable belleza de las obras altamente industriales que compitieron en fama, forma y mercadotecnia el pasado fin de semana. The Master, de Paul Thomas Anderson, es una reflexión artística que goza de factura impecable, sorprendentes golpes de teatro (gran guión), fotografía que, al servicio de la historia tiene luz propia y, en suma, buen diseño de producción. Es interesante notar, sin embargo, que en el Oscar se le mencionó solo por sus actores: Joaquin Phoenix hace a un soldado que vamos conociendo poco a poco, en forma similar a quien conocemos en la calle, en el trabajo o en la escuela; he aquí la gracia de un gran contador de historias: hay mímesis: el director trae a presencia a un marinero que encarna realmente en Joaquín Phoenix.
Phoenix es Freddie Quell, un soldado medio loco que ha sido licenciado después de haber guerreado contra Japón. Estamos a principios de los 50 en el siglo XX y Freddie tiene un pasado que, tras el velo de la religión y la locura, se irá develando.
Philip Seymour Hoffman está en uno de sus mejores momentos. Basta entrar a la Internet y escuchar a Ron L. Hubbard para comprender lo profundo de la interpretación de Seymour Hoffman: ha tomado algunas cosas y ha añadido otras. Su personaje vive no tanto porque esté imitando al creador de la Cienciología sino más bien porque lo utiliza para crear otro personaje: el Ron Hubbard que habita en nosotros. Anderson y el actor trabajan en sincronía sorprendente. Seymour Hoffman, heredero de la tradición histriónica estadounidense (de Brando y Marilyn, de Pacino y Kathy Bates) es ya parte de la historia del arte.
Como se sabe, Ron Hubbard fue escritor de ciencia ficción y, frustrado con sus experiencias en el psicoanálisis, decidió inventar la Cienciología, religión que niega serlo y que tan importante se ha vuelto en Hollywood que atacarla de frente tiene su gracia. Anderson está lejos de hacer una caricatura, sin embargo. Hubbard tiene aquí la fuerza de un hombre capaz de mover mucho dinero y muchas conciencias. Hemos entrado, pues, en el terreno del gran arte de Paul Anderson: la locura que le atañe no es la de otros autores que en ello meditan. No es la locura sexual que ilumina a Solondz, no es la locura maniaca e inteligente que entretiene a Woody Allen; Anderson recrea personajes aquejados por la locura de la soledad. El marino de Anderson es un hombre sano en una sociedad enferma y su desencanto (muy similar al del protagonista de Punch Drunk Love) se ha purificado. The Master es una de las mejores películas de Anderson y en el encuentro entre el marinero solitario y el seductor de conciencias está el dilema del poder de la religión. Hay aquí, como puede verse, más que fuegos de artificio, la reflexión de una obra histórica en la primera mitad del siglo XXI.

The Master. Dirección: Paul Thomas Anderson. Guión: Paul Thomas Anderson. Fotografía: Mihai Malaimare Jr. Música: Jonny Greenwood. Con Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman y Amy Adams. Estados Unidos, 2012.

viernes, 8 de febrero de 2013

La nobleza de lo imperfecto



Por: Fernando Zamora
La frase es de Murakami: “nobleza de lo imperfecto.” Creo que este es el tema de la mejor película cómica del 2012: Silver linings playbook lo es porque, como saben los dramaturgos, la comedia hace reír con base en nuestros defectos. Silver linings pone en escena estas imperfecciones. Somos él y somos ella. Lo somos en la nobleza de nuestra humanidad y, cuando cae inevitable la pregunta “¿me quieres?”, nos estremece la aparente simplicidad con la que O. Rusell ha regalado a la historia del cine un beso.
No hay arrogancia en Silver linings, no hay moraleja ni moralina. Su profundidad está en esto: la ligereza del amor romántico. No hay grandes filosofías estremeciendo la pantalla. Hay, sin embargo, un tú y un yo que conmueven hasta las lágrimas si nos dejamos contagiar de fragilidad y locura.
Locura. Pat acaba de salir del manicomio. Está obsesionado con rehacer su matrimonio. Tiene una orden de restricción de por medio. A insistencia de su madre, Pat viene a vivir con la familia. Estadunidenses típicos. Típicamente locos.
Fragilidad. Tiffany acaba de perder al amado. Comparte con Pat el conocimiento de cualquier droga psiquiátrica, pero cuidado: ni Pat ni Tiffany están aquí para construir un autocomplaciente discurso en favor de la locura, no. Silver linings habla de la nobleza de lo imperfecto, pero la locura no es una imperfección ni un defecto, es más: una enfermedad. No hay inocencias idiotas aquí. La locura apesta. Hay que tener mucho carácter para aceptar que estamos locos y, en este sentido, O. Russell ha construido escena por escena a un Quijote post–romántico. La aventura de Pat consiste en evitar que la bipolaridad le siga arruinando la vida.
Excelsitud. Esta es la palabra que Pat, el loco, repite como mantra. Con ella se cree cuerdo (o al menos un poco menos loco). Somos él cuando no queremos tomar la pastilla de nuestra curación y nos aferramos a la enfermedad que todo nos permite, somos él cuando queremos hacernos amigos del terapeuta, somos ella cuando todo lo que hemos trabajado en cuatro meses, lo queremos tirar al caño a cambio de un polvo y un par de vodkas.
Somos la familia de Pat. A Robert de Niro (el padre) no lo veíamos actuando tan bien desde hacía mucho, pero aquí cuando le llora al hijo para pedirle que vea un partido de futbol con él, produce una risa salada, de emociones contrarias. Somos el padre cuando nos entregamos, viciosos, a nuestras pequeñas supersticiones, y somos la madre, Dolores, cuando queremos nada más un domingo de felicidad familiar. Somos el amigo del manicomio, el loco Danny que ha escapado otra vez para venir a enseñar cómo baila un negro cuando seduce a una mujer. La nobleza de lo imperfecto aquí está: en esta historia hecha de personajes que producen risa con lo brutal de sus verdades y lo compasivo de sus mentiras.
Hay, además, un baile que resume la nobleza de esta película. Pat y Tiffany bailan muy mal, pero consiguen con ello todo lo que más han deseado.

Silver linings playbook (Juegos del destino). Dirección: David O. Rusell. Guión: David O. Rusell basado en la novela de Matthew Quick. Música: Danny Elfman. Fotografía: Masanobu Takayanagi. Con Bradley Cooper, Jennifer Lawrence y Robert de Niro. Estados Unidos, 2012.

viernes, 1 de febrero de 2013

Guerras políticas



Por: Fernando Zamora
Pocos autores pueden decir en Estados Unidos que el Oscar no tiene importancia: Hitchcock, Chaplin, Kubrick. En los años ochenta, comparar a Spielberg con cualquiera de ellos hubiese producido burla: ¿El autor de E.T.? ¿De Tiburón? Cuando estudiaba en el CCC, se me enseñó incluso a pensar en Spielberg como en un director menor, uno de esos que llaman pomposamente “de cine comercial” (frase hueca). Más adelante, ya en Columbia University, Richard Peña, director de la filmoteca del Lincoln Center, nos pidió analizar una secuencia de El Imperio del sol. Con la seriedad de quien estudia una sonata de Beethoven, vimos plano por plano la secuencia en que Jim cree haber provocado un ataque japonés. Cuando se estudia la forma en que un maestro del tempo (cine y música se juntan aquí) trabaja, deja uno de pensar que es desmedido comparar a Spielberg con Chaplin. Puede uno compararlo ahora con Mozart.
Lincoln no aspira al Oscar. No aspira ni siquiera al negocio. Cuando Spielberg quiere un Blockbuster lo saca como un mago de la chistera. Lincoln aspira a ser un documento que, en la historia de Estados Unidos (ojo, no la historia del arte, la Historia con mayúsculas) tenga la importancia de, digamos, la obra del historiador Howard Zinn. No importa ni es raro, por tanto, que la película sea tan larga, que tenga diálogos tan especializados, que exija del espectador tanta cultura y tanta inteligencia para entrar en las batallas políticas que suceden lejos de las batallas militares de la Guerra Civil. En más de un diálogo (y en más de una secuencia) Spielberg se inspira en el Julio César de Shakespeare. Los enemigos de Lincoln, como los enemigos del César, lo acusan de tirano. Y tienen sus razones: el poder federal está violentando el derecho de cada estado de regirse según sus propias leyes. Si para César era importante la creación de una dinastía que pusiese orden en el Imperio, para Lincoln es importante una enmienda constitucional que ponga orden en el imperio americano. No se trata solo de la abolición de la esclavitud; se trata de ser radicalmente congruentes con la idea de “que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.” Esta es la lucha de Lincoln y para ello, como César, tiene que tomarse atribuciones, hacer alianzas con viejos enemigos, cabildear y, en suma, hacer política.
Daniel Day–Lewis y Sally Field han construido personajes a la altura de los mejores de su carrera y Spielberg, como suele, se retrata en el personaje de un niño: es el hijo de Lincoln, lleno de dudas. Este personaje, en apariencia secundario, recuerda a esos héroes accesorios que, en Shakespeare, inspiran tantos tratados.
Es gracias a la mezcla de gran política y firmes convicciones religiosas que Lincoln revolucionó el  mundo. Lo mismo sucede con Spielberg. Toma sus convicciones y hace con ellas un cine que aspira a volverse documento de una de las grandes batallas políticas en la historia humana.

Lincoln. Dirección: Steven Spielberg. Guión: Tony Kushner. Música: John Williams. Fotografía: Janusz Kaminski. Con: Dalien Day–Lewis, Sally Field y Joseph Gordon Levitt. Estados Unidos, 2012.

viernes, 25 de enero de 2013

Entartete Kunst



Por: Fernando Zamora
La patada de un policía en la pantalla despierta a los esnobs que, en Cannes, han venido a la gala en que se presenta la ganadora de la Palma: Amour de Michael Haneke. Esta es, además, su primera obra desde El listón blanco, que explora la moral que originó el nazismo. A Haneke hay que seguirle la huella. Nació en Munich y se educó en Viena. Ahí conoció a Elfriede Jelinek, Premio Nobel de Literatura que desde el encierro de su agorafobia vomita sobre el amor burgués; ese amor que, en su obra, es lo único que sigue en pie después de las revoluciones modernas. La tierra bohemia no debería ser recordada sólo por Hitler; el triste y hermoso patetismo de su música, su pintura y su literatura sigue presente en el mundo desde aquel 1937 en que los nazis confiscaron y exhibieron lo que llamaban “obras de arte degenerado” (Entartete Kunst) con el paradójico resultado de haber dado al mundo (sin querer ni saber) la primera gran muestra de las artes del modernismo. Haneke pertenece a esa tradición. A la de pintores como Kirchner, Ernst o Grosz; a la de sus seguidores Klossowski, su hermano Balthus o, en la literatura, Alfred Döbling y, en el cine, Werner Fassbinder. Todos ellos comparten una morbosa fascinación por el pesimismo que se deleita al mismo tiempo en una sexualidad sadomasoquista, como la maestra de piano que recrearon Jelinek y Haneke en el 2001.
Al inicio, Amour parece lo contrario a este mundo de pesimismo. Es una historia de amor que se detiene en una de sus puntas: el final. Sólo hay dos cosas que interesan en una historia de amor, principio y fin. Haneke ha escogido el fin del amor para expresar sus desalientos y decirlo otra vez: que vivir es una mierda y que sólo sobrevivimos gracias a la belleza y el arte.
Volvamos a la primera secuencia. Un policía patea la entrada de un departamento en París. La actuación del poli dice bien: hay algo adentro que huele muy mal. Finalmente el uniformado llega hasta el cuerpo de una mujer que yace, muy arreglada, sobre su cama. Alrededor de su pelo, coronándola, hay flores blancas y rojas. Su posición recuerda la Ofelia ahogada de Milais y ni siquiera esta belleza permite al policía olvidar el mal olor que todo lo llena a pesar de que el balcón está abierto. El policía se aproxima al rostro de la mujer y aparece entonces el título que nos ocupa, la obra de este autor que, más que degenerado, es desesperanzado: Amour. Hay que decirlo en la lengua que inventó el amor cortés: Amour. Ese que en apariencia es hermoso, huele muy mal en el último de sus días. Quien haya visto morir a un ser amado estará de acuerdo. La decadencia del cuerpo es cruel. Es interesante que los filósofos de la decepción soporten mal el sufrimiento y contradigan así todo romanticismo. El aparente acto de clemencia del marido amante es, más bien, un acto cobarde. Pareciera que en el modernismo es imposible permitir a alguien agotarse como una vela. Consumir la vida hasta el último doloroso trago de ajenjo. ¿Quién es más valiente, quien se niega a sufrir o quien vive el amor hasta el horror del último suspiro?

Amour. Dirección: Michael Haneke. Guión: Michael Haneke. Fotografía: Darius Khondji. Música: Schubert. Con: Jean–Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. Francia, Alemania, Austria, 2012.

viernes, 18 de enero de 2013

Tantrumtino hace wagners




Por: Fernando Zamora
Hay en La Red un clip que muestra a Tantrumtino (Tarantino, el berrinchudo) diciendo a un reportero bonachón: “Te voy a callar las nalgas.” Tantrumtino implica claro, que el reportero está haciendo preguntas con esa voluminosa parte de su cuerpo. ¿Por qué? Con altivez acaba de preguntarle: “¿Por qué promueves la violencia, Tarantino?”
Era eso que llaman prepúber cuando vi por primera vez a Tarantino. Pulp Fiction. No sabía quién era éste a quien los sabihondos de la Cineteca Nacional ponían tan alto. El público miraba la obra con seriedad, con un respeto temeroso, sin saber qué hacer (sólo he sentido algo así con Almodóvar). En la escena en que Vincent vuela los sesos de Marvin como si derramara Coca-Cola, fui yo quien derramó Coca-Cola en el cine con una estruendosa carcajada. La señora junto a mi dijo: “¿cómo puede un niño reírse de algo tan violento?”
¿Cómo puede alguien escandalizarse del candor de sus películas? El periodista que enfurece a Tantruntimo es un idiota. No ha entendido que Tarantino, lejos de promover el mal, lo conjura con las artes de un Goya o un artesano medieval.
Hoy la burguesía ríe con Tarantino, ríe con Almodóvar, ríe con los grotescos de Goya. La burguesía ríe con Tarantino como en un programa de risas grabadas. La diégesis de Django es simple, pero profunda y, como Almodóvar, pertenece al más fino mundo del melodrama. Y como he comparado tres veces a Almodóvar con Tarantino, pongo aquí por qué Django me recordó tanto al maestro español.
Django está construida con la minuciosidad de un artesano europeo o japonés (esos lugares donde todavía existen gremios medievales). Cada corte, cada plano, cada diálogo son un manifiesto de lo que el artista (el maestro gremial) piensa que el arte que está cultivando es. Cierto, los tarantinos están llenos de referencias, algunas sabrosas. Hay otras, sin embargo, tan profundas que abren los ojos (de quien quiere) a lo trascendental en el arte. Tres ejemplos: el uso del color. Admiremos en Django la secuencia inicial con textura setentera. Comparémosla con la escena en que el héroe negro nada en un río muy azul en un paisaje nevado. Atrás de él, los árboles están floreciendo. Dos: el gozo en la edición (más allá del montaje conceptual), admiremos la secuencia en que Dr. Shultz sirve una cerveza al esclavo recién-liberado. Es música. Música visual. Tres: diálogos y caracterización de esos personajes en esos actores. Waltz, el infame nazi de Inglorious Bastards se transforma en el dentista alemán que libera esclavos. DiCaprio se deja ver las arrugas, se pinta los dientes de verde y, en una escena antológica, se sangra la mano y no deja de actuar. Foxx escucha la historia del amor de Brunilda y Sigfrido con la simplicidad de un niño. Creo que vale la pena hacer eso: un esfuerzo y ver Django con la naturalidad de un niño que mira a Wagner. Sin pretensiones. Entenderíamos quizá que los grandes maestros son simples, profundos y muy entretenidos.

Django Unchained (Django desencadenado). Dirección: Quentin Tarantino. Guión: Quentin Tarantino. Música: Ennio Morricone y otros. Fotografía: Robert Richardson. Con Jamie Foxx, Christoph Waltz, Leonardo DiCaprio y Samuel L. Jackson. Estados Unidos, 2012