viernes, 28 de septiembre de 2012

Un irresistible deseo de pureza



Por: Fernando Zamora
Fue un adolescente en la época de El Proceso (aquella dictadura militar que se impuso en Argentina entre 1976 y 1983); hoy es guionista y me hizo notar que hay cosas sucias que hace uno por un “irresistible deseo de pureza”. Así es Marita en La mirada invisible: un personaje cándido que pareciese perverso. Marita es una niña de veintitrés que no ha podido terminar de crecer. Trabaja en un colegio burgués en el Buenos Aires de los años ochenta para descubrir aquello de que el amor es medio pariente del dolor. Así, con más inocencia de la que uno creería, se inventa que quiere descubrir alumnos fumadores con una razón particular. Avanza la película y entendemos que perseguir fumadores es el pretexto para espiar a un adolescente. Marita, como el Gustav de Muerte en Venecia, vive abismada (aquí me recuerda a Barthes) y el objeto de su afecto es todo lo que ella no es. Ella realmente está reprimida. Los adolescentes a los que ella reprime asisten a este colegio solo por un pacto social: la escuela educa a las elites con gente como Marita y las elites reprimen a gente como Marita.
El cine argentino vuelve a probar que es el mejor de la América de habla hispana, entre otras cosas porque toca sus temas. Ya decía Reyes que para ser universal tienes que ser un poquito local. El retrato de la reprimida sexual (una mujer con quien el autor trata de demostrar que en el mundo postindustrial todos están reprimidos) es casi un tópico. Hermosillo dio a México su Berenice en 1975 y en el 2001 Haneke  (basado en la novela de Elfride Jelinek) creó un agudo retrato de la mujer que camina hacia lo puro por los rumbos de lo perverso. Habrá muchos otros ejemplos, sobre todo si pensamos en Bovary. Imposible no recordar a todas estas mujeres cuando conoce uno a Marita quien, por otra parte, es más argentina que un tango. Porque la ironía, el sentido del humor, el tema amoroso enmarcado aquí en las condiciones sociales que llevaron a la Guerra de las Malvinas, todo ello tiene sabor a Buenos Aires, ciudad donde llueve mucho y Marita se permite soñar. Hay que decir, por otra parte, que si no has llorado, como esta mujer, con un movimiento lento de Vivaldi, el filme puede resultar muy tedioso.
La mirada invisible goza de excelentes actuaciones, una fotografía impecable y acorde con lo frío de estos amores y una puesta en escena cuya lentitud reconstruye la soledad de un personaje partido a la mitad por el deseo de ser otra. Muy particularmente Marita quiere volverse el muchacho burgués del que se ha enamorado: quiere escuchar su música, traer encima su olor, ser él. Ser el objeto mismo de sus afectos: el muchacho. Solo desde esta perspectiva el final adquiere coherencia y las escenas en que la protagonista se masturba mirando a sus alumnos entre el orín y la mierda dejan de ser sólo un objeto de escándalo para regalar esta reflexión inquietante: ¿acaso el amor verdaderamente romántico solo es posible en este onanista estado de represión?


La mirada invisible. Dirección Diego Lerman. Guión Diego Lerman basado en una novela de Martín Kohan. Fotografía Álvaro Gutiérrez. Música José Villalobos. Con Julieta Zylberberg, Osmar Núñez y Marta Lubos. Argentina, 2010.

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