jueves, 30 de agosto de 2012

Gritos del socialismo


Por: Fernando Zamora
En La era de la discrepancia Debroise define al “cine de culto” como la “experiencia devota, psicotrópica y de misterio” que uno encuentra en Juan de los muertos, filme cubano con todos los elementos para volverse instantáneo cine de culto, lo cual significa también que no es para todos los gustos.
Juan de los muertos se une a la tradición de un arte de discursos políticos pero en su agenda hay sentido del humor y una “crítica de la crítica”, cosa buena tanto para la elaboración de discursos políticos como de chistes de zombis. La parodia sin autocrítica es chocante.
Entre el cine de culto y el cine de agenda, entre El despertar de los muertos y Vampiros en La Habana, Juan Brugués es su propio Juan de los muertos, un Juan con los tamaños para burlarse de Fidel en su isla, con sus actores, con sus instituciones (que son, claro, del pueblo, no de Fidel).
La historia no es muy compleja: sin saber cómo ni cuándo, La Habana se ve infestada de zombis. Familias enteras se convierten en zombis. ¿Quién puede eliminar a tus seres queridos?: Juan de los muertos, un “sobreviviente” (el survivor como paradigma parece prestado del cine hollywoodense).
Juan ha sobrevivido a “Mariel, Angola, El Periodo Especial y toda esta cosa que vino después”. Con todo y su larga historia, Juan tiene que contentarse con pescar para vivir.
Los amigos de Juan en su empresa cien por ciento cubana son, todos, personajes propios de la contracultura habanera en esta “cosa-que-vino-después” del Periodo Especial: un traficante de ron, un gigoló, una españolita decepcionada del socialismo y del capitalismo y un travesti mulato (pinguero) siempre acompañado del fornido padrote incapaz de ver sangre.
Escrita y filmada por egresados del ISA y de la EICTV (con muchos de ellos trabajé en mis años cubanos), Juan de los muertos ha sido escrito con ganas y mucho ron. Juan es Cuba. Lo es porque Alexis Díaz es Cuba (habrá que leer su biografía para enterarse), porque Brugués es Cuba, porque todos ellos son una isla que no han podido doblegar ni Estados Unidos ni Castro.
Juan de los muertos es una experiencia contracultural que recupera el sentido social y político del zombi que Geoge A. Romero volvió “de culto”. En Night of the living death la crítica al capitalismo era velada, pero en la secuela, Dawn of the dead, Romero se burla tan fervientemente del consumismo capitalista como Juan de los muertos se burla de la apatía socialista. Puede que sean zombis esos que pululan en centros comerciales viendo qué pueden comprar, pero en la República del cine ha aparecido un nuevo tipo de zombi: ese que pulula por Centro Habana sin pensar en nada que no sea beber o zingar.
La conclusión resulta tan polémica como la de Reinaldo Arenas en su autobiográfica Antes que anochezca: en el fondo, capitalismo y socialismo son dos caras de la misma moneda y aunque en ambos sistemas “te patean el trasero”, dice Arenas que en el capitalismo puedes gritar. Tal vez. Hay seres como Arenas y Brugués, como Alexis Díaz y Jazz Vilá, que son artistas porque en el socialismo han aprendido a gritar.

FICHA
Juan de los muertos. Dirección Alejandro Brugués. Guión Alejandro Brugués. Fotografía Carles Gusi. Con Alexis Díaz de Villegas, Jorge Molina y Jazz Vilá. Cuba, España, 2011

viernes, 24 de agosto de 2012

Una mujer frente a La Hegemonía



Por: Fernando Zamora
La Venus noire de Abdellatif Kechiche es un filme incómodo. El tunecino se basa en este hecho real: una mujer sudafricana somete su cuerpo a la mirada de perversos y científicos que ven en ella esta extrañeza, no ser “como todos”. La película de Kechiche recrea la vida de Sarah Baartman, mujer expuesta en el Musée de l’Homme de París aun ya muerta. No fue sino hasta que Nelson Mandela pidió a Francia que devolviese los restos de Sarah, que ella pudo volver, 213 años después de su nacimiento, a casa.
En una primera intuición, se me ocurre clasificar Venus noire entra los filmes de freaks, nombre que tomo del clásico de 1932 dirigido por Tod Browning. The elephant man de 1980 (dirigida por David Lynch) es tal vez la obra más acabada en este rubro, el del discurso en torno a la crueldad del humano contra el humano. La discusión de fondo es ésta: ¿qué significa exactamente ser humano? El asunto pareciese ser tan sólo antropológico.
Pero la Venus negra demuestra que la pregunta tiene también un fondo político. Kechiche parece recordar aquí la célebre Controversia de Valladolid que dirigió originalmente para la televisión Jean Daniel Verhaeghe basado en una obra de teatro de Jean-Claude Carrière. La Controversia daba cuenta del célebre debate que tuvo lugar en el siglo XVI en torno a la llamada “polémica de los naturales”: “¿tienen los habitantes de América un alma?” Algo así se discute durante varias escenas en Venus negra, filme que, en este sentido, pareciese continuación del contundente y terrible final del filme de Verhaeghe.
No se trata, en el fondo, de decir sólo que todos tenemos derecho a una vida digna. Aspiramos a más. Aspiramos a vivir (como diría Rorty) en un mundo en el que nadie tiene derecho a humillar a nadie. El tema de fondo es éste: la humillación hegemónica, el “racismo científico”, ese que dio lugar a la más sistemática y, por tanto impía, masacre de la historia humana: la Shoah, el Holocausto.
Pero la cosa es aún más compleja si se detiene uno a mirar, en la Venus negra, el asunto de la hegemonía. Después de todo la humillación, la explotación y, en fin, la sumisión de esta joven sudafricana tuvo lugar con su propia complicidad. Tenía razón Gramsci: la hegemonía ha triunfado cuando la clase dominante logra que sus intereses sean considerados propios por la clase dominada. Los “socios” de Sarah Baartman (un afrikáner primero y, luego, un parisino interpretado magistralmente por Olivier Gourmet) han conseguido que ella misma se considere extraña. Está alienada. La actuación de Yahima Torres está en los ojos. En la expresión de tristeza, en el llanto que se derrama de pronto insensato, en un solo grito, en el deseo ávido de encontrarse en el camino con una botella. Sí, la Venus negra es una película incómoda. Y es apenas una pequeña muestra de los crímenes del humano contra el humano; de todos los crímenes por los que tendría que pagar esa Europa que, creyendo civilizar, terminó humillando.

Venus noire (Venus negra). Dirección Abdellatif Kechiche. Guión Abdellatif Kechiche y Ghalia Lacroix. Fotografía Lubomir Bakchev. Música Slaheddine Kechiche. Con Yahima Torres, André Jacobs y Olivier Gourmet. Francia, 2010

viernes, 17 de agosto de 2012

Cual augurio del Mesías tropical


Por: Fernando Zamora
Tengo una amiga que perdió los ahorros de toda su vida en 2008. Era media tarde y ni se enteró. Algo se movía en Wall Street. Perdió lo que cualquier mexicano llamaría mucho dinero.
Margin call da una idea de cómo suceden estas cosas; cómo es que los ricos que se sienten identificados “con los de arriba” pueden quedarse pobres, como todo el mundo, porque hay gente que efectivamente está arriba. The New Yorker, en su edición de diciembre de 2011, propuso a Margin call como uno de los diez mejores filmes del año. Estoy de acuerdo y me alegro de que llegue por fin a nuestro paraíso tropical, este país tan lleno de pobres de verdad y clasemedieros que se sienten aludidos cuando uno por allá habla de “los de arriba”, frase que, sí, retomo de ese candidato de cuyo apodo se ocupa Enrique Krauze.
Con Inside job (2010) y Margin call (2011) tiene uno para hacerse a la idea de cómo se opera un fraude como el de 2008. A diferencia de Inside job (que es documental), Margin call es un drama en el sentido estricto de la palabra: hay algo al interior de la ficción que se mueve y nos mueve. Los personajes se ensamblan a modo de coro y explican con simpleza los pormenores del capitalismo post-industrial. Aquí ve uno quiénes están al mando y tienen los tamaños de meter en recesión a más de cincuenta países a cambio de poner a dos o tres en la lista de los más ricos del mundo. En aquel 2008, un solo ejecutivo se hizo, en la misma tarde en que mi amiga perdió sus ahorros, con siete mil millones de dólares. La cosa es compleja. Y aunque no bastan dos filmes para entenderlo, Margin call hace bien su trabajo narrativo y simplifica la cosa de modo tal que el mundo capitalista se vuelve “una empresa”, Teatro del mundo en el que hay un economista (de esos que lo son por aquello de la ciencia) que cree haber descubierto que “la empresa” está a punto de quebrar. Lo corren, por supuesto (Demi Moore). Pero hay un joven que acaba de llegar a Wall Street y sigue la pista.
Vale la pena ver Margin call. La trama tiene sus giros y sorpresas. En realidad nuestro científico-economista está muy equivocado, los dueños del teatro no quieren evitar que “la empresa” quiebre, quieren encontrar la forma más eficiente para que sean otros los que paguen los platos rotos. El malo “de arriba” es un adorable Jeremy Irons que cena solo mientras el sol se pone a sus pies en Nueva York, esa ciudad en la que suelen comenzar las crisis: la del 29, la de 2008. Irons resulta tan emotivo como Kevin Spacey quien hace aquí del capitalista escrupuloso que llora sobre la tumba de su perro luego de haberse visto coludido en el robo del patrimonio de millones de personas como mi amiga. Fue un robo fino, en verdad. Tan elegante como Jeremy Irons. Y están los corredores; Margin call incluso provoca ternura por ellos. Entiende uno que también se están perdiendo a sí mismos. A cambio de un bono por robar a sus clientes, están destruyendo a sus familias; su futuro profesional.

Margin call (El precio de la codicia). Dirección J. C. Chandor. Guión J. C. Chandor. Fotografía Frank G. DeMarco. Música Nathan Larson. Con Kevin Spacey, Jeremy Irons, Demi Moore y Zachary Quinto. Estados Unidos, 2011

viernes, 10 de agosto de 2012

Mexican American War


Por: Fernando Zamora
En Savages de Oliver Stone, sabes que la cosa va a estar simpática cuando descubres que los buenos son dos natural-born-hipsters que se tiran a la misma rubia por aquello del amor y paz. Que tengan un floreciente negocio de marihuana afgana es otro de los toques. La cosa se pone seria cuando entiende uno que Stone está diciendo que en Estados Unidos hay tráfico pero no hay guerra mientras que en México hay guerra por culpa de dos partidos que se turnan el tráfico: PRI y PAN, sí. Con todas sus letras. Lo dice Oliver Stone, no yo. PAN y PRI (Stone dixit) son “el Wallmart de la droga” mientras que nuestros hipsters son “la tiendita de barrio”. Así ve la cosa un realizador que se volvió de culto como guionista en Midnight Express (1978), se consolidó como director en Platoon (1986) y dejó boquiabierto a los amantes de la belleza con la edición de JFK en 1991. Tiene muchas otras obras, por supuesto; aquí sólo hay espacio para seguir con la salvaje guerra que puso a México en los titulares del mundo gracias a Calderón.
Salma cae bien en su papel de narco de corazón amable. Gusta la sutil burla que hace de sí misma, de la clase empoderada en México, de un personaje que más que irreal es arquetípico. Bichir es el narco que quiere ser elegante pero no sabe amarrarse la corbata y Del Toro se confirma en su papel como Benicio del Toro: rudo carismático que guarda un secreto mortal.
El principal acierto de Stone es volver a los terrenos épicos. La Historia contada así, desde abajo y con arquetipos, tiene sabor a Troya. Que la realidad es más compleja sobra decirlo, pero también hay realidad en la ficción. Hay realidad en el hecho de que la guerra en México está alcanzando a los Estados Unidos; hay realidad en el hecho de que, con o sin tráfico, los Estados Unidos no van a permitir que los invadan personajes como los que aquí interpretan Hayek, Bichir y Del Toro. ¿Son ellos los “salvajes”? Habrá que verlo. Es una delicia llegar al final y sentir que esta palabra, “salvaje”, se ha re-significado.
Las escenas entre Bichir y Salma están llenas de guiños para quien conoce la idiosincrasia del mexicano. El hombre arrecho tiene que cuadrarse frente a la jefa que es jefa por herencia y no por derecho. Según Stone cuando gane el PRI (la película se filmó antes de las elecciones) el control cambiará de manos.
Savages pareciera ser un cuento adolescente enmarcado en una guerra que tiene menos que ver con el poder económico que con el poder político y, con todo y su dosis de cine de quinceañero, hay más honestidad aquí que en la telenovela con la que nos espetó Steven Soderbergh en el año 2000. Un ejemplo: en Traffic, los agentes de la DEA hacían de los buenos de la película; en Savages, John Travolta es el corrupto de la DEA, uno que también pone los puntos sobre la i de la política en Estados Unidos. Con este hombrecillo, Stone remata la historia con un corte de virtuosismo casi musical. Savages es un filme que hay que ver por aquello de que es mejor reír que llorar.


Savages (Salvajes). Dirección: Oliver Stone. Guión: Shane Salerno, Don Winslow y Oliver Stone. Fotografía: Daniel Mindel. Música: Adam Peters. Con Salma Hayek, Demián Bichir, Benicio del Toro y John Travolta. Estados Unidos, 2012

viernes, 3 de agosto de 2012

El cine degenerado


“¿Están locos en Austria?”, gritó furioso un crítico de cine. Corrían en Cannes los créditos de Michael, la película de Markus Schleinzer, historia de un pedófilo a quien el director dice retratar en su vida “normal”. ¿Qué es eso de la vida “normal” de un personaje como Michael? Habrá que verlo. La historia está basada en el caso Kampusch, la niña vienesa que vivió secuestrada ocho años en un ático. Schleinzer vuelve la cosa todavía más siniestra. Limita la relación a unas semanas, hace que el pedófilo sea heterosexual por las tardes y homosexual cuando se trata de niños, le escribe escenas que develan deseos asesinos y total que todo resulta barroco por más que la cámara se esmere en esa simplicidad que está de moda. Lo interesante de Michael estriba en el grito del crítico. Si echamos un ojo a la genealogía de este personaje, veremos que está relacionado con algunas de las obras de arte más inquietantes de la tradición occidental. Michael prueba, además, que cuando una obra sólo quiere escandalizar, tarde o temprano se rompe su encanto. Una cosa es ser Michael Haneke y otra muy distinta ser cineasta de nota roja.
En Estados Unidos la regla dice que si te da por retratar pedófilos en su vida “normal” no llegarás a Hollywood. Michael Cuesta retrató el deseo entre generaciones (L.I.E., 2001) y Gregg Araki retrató las consecuencias del abuso sexual en la infancia (Mysterious skin, 2004). El pecado de Cuesta fue retratar a un hombre que liga adolescentes (no niños) sin “juicios sumarios”. El pecado de Araki fue constatar que hay algo que se llama sexualidad infantil. A Freud también quisieron quemarlo por eso. El grito contra los austriacos comienza a cobrar sentido. A la caída del Imperio austrohúngaro, muchas de sus obras pictóricas y literarias se volvieron francamente perversas. La Austria de Mozart se transformó en la Austria del Entartete Kunst, ese Arte Degenerado que provocaba a los nazis. Con Michael, Markus Schleinzer sigue los pasos de Michael Haneke quien en 1997 dirigió Funny games. La diferencia, claro, entre el “Arte Degenerado” y el arte burgués que quiere enrojecer a la burguesía para conquistar el mercado del “cine de arte” (un deseo muy mexicano) está en la posición que toma el artista frente al consumismo capitalista. Está (en Michael) en la decencia social y política del personaje perverso que guarda un niño en el ático. La cosa es política, no estética. Lo que pone nervioso no es sólo la pedofilia de Michael sino, sobre todo, su respetabilidad. Michael Haneke y Markus Schleinzer luchan (como aquellos pintores de los años treinta) contra una sociedad que sigue tan podrida como la que dio origen a Hitler. Tal vez sea cierto el grito del crítico después de todo. Puede que estén locos los artistas austriacos. Lo están porque el transmodernismo de los países post-industriales es todavía más loco. Elfriede Jelinek lo constata. La perversión sexual retratada en el arte austriaco está muy por encima de quienes, para llegar a Cannes, filman un escandalito burgués.

FICHA
Michael (Michael: crónica de una obsesión). Dirección Markus Schleinzer. Guión Markus Schleinzer. Música Lorenz Dangel. Fotografía Gerald Kerkletz. Con Michael Fuith y David Rauchenberger. Austria, 2011