viernes, 21 de diciembre de 2012

De Dios y otros cuentos



Por: Fernando Zamora
Si Dios no existe todo me está permitido. Si Dios no existe, ¿quién grita su nombre en la soledad del mar? Si Dios no existe ¿por qué el corazón lo busca? Si hemos matado a Dios, ¿qué justifica la existencia dentro de un cuerpo que —sabemos— ha de ser polvo? A la discusión en torno a la creencia (o no) en Dios y a la pertinencia (o no) de las religiones, se une Ang Lee. Lo hace a la altura de los lamentos poéticos de filósofos como San Agustín, Tomás de Aquino y Nietzsche, parafraseados arriba.
Antes de esta película, Lee solo era un buen director; hoy se revela como artista-filósofo, un hombre que tiene la voz para tocar temas grandes. Y lo hace con una película grande. En resumen, Life of Pi es una belleza. Está construida con técnica impecable, excelente actuación, soundtrack espectacular y fotografía que introduce al espectador en un sueño. Es ahí, al fondo del sueño, que el artista-filósofo se pregunta por Dios. Y lo hace (cuidado, no nos confundamos) mostrando la sordidez del mal. Ang Lee hace girar el argumento de la belleza, ese que mueve casi toda la película y parece tan ñoño: “De acuerdo, hay belleza, sí, pero ella tampoco demuestra que Dios existe”. ¿No? Hacia el final Lee vence con un knockout que ofrece solo dos posibilidades: sordidez o belleza.
El número 28 en el soundtrack de esta película tiene por nombre ¿Qué historia prefieres tú? Con esta pregunta, el artista-filósofo responde al pesimismo moderno; ese que sacó de la discusión “seria” en liceos y universidades el tema de Dios; ese que impide preguntar por la existencia del bien y del mal; ese que se contenta con respuestas rápidas, extraídas de Wikipedia. La ausencia de Dios, sin embargo (los filósofos lo saben), vuelve grande un pequeño problema: la gratuidad del arte.
La vida de Pi comienza pareciendo un cuento fácil que incluso se parece al Cast away de Robert Zemeckis (2000). Efectivamente, podemos verlo en el tráiler, tenemos aquí la historia de un náufrago y por más que no queramos vienen a cuento todos los chistes de náufragos que hemos leído en tiras cómicas. Hay incluso una escena en la que Pi lanza al mar un mensaje enlatado: “!Ayuda! Soy náufrago”. ¿Puede alguien imaginar un cliché más grande? Sí. Dios. La idea de Dios la hemos vuelto un cliché, pero Lee (buen posmoderno) sabe jugar con los clichés; les da vuelta, los contempla, los olisquea y extrae de ellos conclusiones insospechadas, como el mago que extrae una rosa de la oreja del asombrado espectador. No hay cliché que bien pensado no pueda poner a girar a quien cree que todo lo sabe. Lee lo hizo con Brokeback mountain, esa historia de dos vaqueros homosexuales que recordaba todos los clichés sobre vaqueros homosexuales. Life of Pi es una de las películas más hermosas del 2012. Es también una de las más contundentes, pero es necesaria la disciplina, atender cada detalle. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de pasar por encima de la parábola zen y quedarnos solo con una bonita historia, un pequeño cuento infantil, un cliché en el que no habita Dios.

Life of Pi (Una aventura extraordinaria). Dirección Ang Lee. Guión David Magee basado en la novela de Yann Martel. Fotografía Claudio Miranda. Música Mychael Danna. China, Estados Unidos, 2012

viernes, 14 de diciembre de 2012

El trampantojo de la ficción


Por: Fernando Zamora
En la transmodernidad el futuro está atrás, y el pasado, adelante. Peter Jackson usa tecnología de punta para crear un filme de sabor añejo y lo hace usando 48 cuadros por segundo. Vale la pena detenerse en esta relación por las implicaciones que pudiese tener en el impacto del público, sobre todo durante las primeras secuencias de El hobbit.
Como se sabe, el cine es un engaño, un trampantojo. La retina humana conserva las imágenes durante una décima de segundo. Esta característica que permitió a nuestros antepasados luchar con libélulas y mosquitos prehistóricos permite hoy a los artistas visuales hacer cine.
Aunque con dieciséis cuadros por segundo basta para dar la ilusión de movimiento, el ojo captura una enorme cantidad de detalles de los que no somos conscientes. La discusión en torno a cuántos cuadros por segundo percibe un ojo normal está en el aire. Lo importante aquí es que a nivel inconsciente los 48 cuadros que usa Jackson en su entrega de El hobbit se prestan mal para el cine de culebrón, pero sirven bien para el cine de acción. Los detractores de El hobbit se quejan de que la textura del 48/1 es la de una telenovela. Se han basado sobre todo en las primeras secuencias de un filme que inicia mal pero termina bien.
Ya le sucedió a George Lucas con una precuela en la que apostaba por una tecnología que hoy se ha vuelto estándar: el cine digital. La inversión de The Phantom Menace solo podía justificarse si era un éxito en taquilla, pero no hay peor enemigo del arte que pensar en la piel del becerro antes de haberlo matado. The phantom menace es una de las peores decepciones del cine, entre otras cosas por su pretensión taquillera. Lucas apostó a hacer cine para niños creyendo que los niños son tontos.
En las primeras secuencias de El hobbit, Jackson parece haber caído en el mismo prejuicio de Lucas, y aunque es cierto que la novela de Tolkien se ajusta al prejuicio de lo que se piensa que es un cuento infantil, su mundo está lleno de complejos temas morales que están bien lejos de la inocencia chabacana.
La historia del anillo en la Tierra Media surge como respuesta al relativismo intelectual de la Posguerra. Es la reinterpretación de varias sagas bíblicas y wagnerianas. El señor de los anillos parece poco más que inspirado en El anillo del Nibelungo, y con un argumento de tales aspiraciones queda mal un filme que abre con personajes bobos, gritones y falsamente cómicos. En esos momentos el 48/1 puede producir dolor de cabeza. Sin embargo, Bilbo se embarca en una aventura que cambiará su mundo y, cuando comienza la acción, poco importan ya las relaciones fotograma/ segundo. Con el protagonista trascendemos las fronteras del trampantojo. Deja de tener importancia entonces cualquier textura. Nos sumergimos en la acción de una historia que demuestra que el ser humano no podrá superar su angustiado vivir en la realidad enferma que producen las paradojas del bien y del mal.


The hobbit: an unexpected journey (El hobbit: un viaje inesperado). Dirección Peter Jackson. Guión Fran Walsh, Philippa Boyens, Peter Jackson y Guillermo del Toro, basados en la novela de Tolkien. Fotografía Andrew Lesnie. Música Howard Shore. Estados Unidos, 2012

viernes, 7 de diciembre de 2012

Una peste que se contagia



Por: Fernando Zamora
Moonrise Kingdom es un collage de recursos fílmicos de clasicismo tan provocador como el de Benjamin Britten, artista que pareciera un fantasma que llena cada cuadro con pinceladas musicales de la edad de oro del cuento inglés. Hay algo aquí de Peter Pan, algo de Alicia; algo de la crítica social de Dickens y de la sensualidad de Oscar Wilde. Lo que parece un cuento para niños sorprende por la finura de sus diálogos y por lo vivo de sus personajes. Con ellos Anderson cuenta la vieja historia de un niño que se enamora de una niña y, sin ocultarse en mojigaterías, habla también de la iniciación sexual: “Lo tienes duro”; “¿Te molesta?”; “No, puedes tocarme los senos, estoy segura de que pronto crecerán”. Con diálogos como éstos, Anderson ha creado una de las películas más tiernas que yo haya visto.
Estamos en 1965 y Sam se ha enamorado de Suzy. Él es huérfano y ella es inadaptada. Una tormenta está a punto de azotar la isla. Hay un narrador y mapas que señalan con puntitos el trayecto de la aventura; hay golpes de teatro, más de un deus ex machina que salva la fortuna de los amantes y una historia que de tan simple es profunda.
La isla en que sucede esta película podría ser el set de un mal sueño de David Lynch. New Penzance está lejos de todas partes; sus habitantes están aburridos, encerrados en dinámicas tristes. Hay un maestro de matemáticas cuya vida gira en torno a ser jefe de un destacamento de boy scouts, dos esposos que son abogados y viven vidas amargas, un policía enamorado de la mujer incorrecta, tres niños que pasan las tardes escuchando un disco de vinil de 45 revoluciones y una trabajadora social con aires de villana de Disney. Todo parece puesto para hablar de lo inmundo de ser humano; nuestro mundo, después de todo, es solo un poco más grande que New Penzance, pero allá, como acá, sucede algo realmente inexplicable: durante la presentación de una ópera de Britten un niño huérfano se enamora de la niña vestida de cuervo.
La profundidad de Moonrise Kingdom está en la elegancia de cada pincelada que ilustra la fenomenología del amor. La historia de Anderson se detiene no tanto en sus orígenes como en sus consecuencias, en el poder transformador de un estado del que se ha dicho tanto que pareciera imposible decir algo nuevo. Pero ¡cuidado! Moonrise Kingdom está lejos de ser esa quimera del director fácil que se llama “comedia romántica”. Aquí el amor es tan real que contagia una isla merdosa con sus delicias; es tan real que cada personaje se ve infectado como de una peste que permite enfrentar tormentas, rayos y fuegos artificiales. Es tan real que re-significa lo que es un matrimonio. “Es tan hermoso lo que dices que parece poesía”, dice el amante a su joven amada. “En poesía, no todo necesita rimar, basta con ser creativos”. Moonrise Kingdom es poesía. No solo porque es un filme creativo, también porque en su aparente inocencia tiene la sabiduría de un boy scout que sabe contar historias de amor.

FICHA
Moonrise Kingdom (Un reino bajo la luna). Dirección Wes Anderson. Guión Wes Anderson y Roman Coppola. Fotografía Robert D. Yeoman. Música Alexandre Desplat. Con Bruce Willis, Edward Norton, Bill Murray y Frances McDormand. Estados Unidos, 2012

jueves, 29 de noviembre de 2012

La herencia de Eastwood



Por: Fernando Zamora
Eastwood es uno de los mejores directores de cine. Y no estoy lanzando hipérboles. Tres películas bastan para justificar mi afirmación: Unforgiven, The bridges of Madison County y Mystic river.
Pero Eastwood es además un icono; es Dirty Harry y, a la altura de Bette Davis, es el único actor vivo que sabe jugar tretas a la muerte. Se burla de ella con sus tics reales en la vejez. En Trouble with the curve pareciese estarnos diciendo con voz cascada: “Soy inmortal”. Y lo es. Deja aquí el legado más importante que puede dejar un maestro: una escuela con su propia visión del arte.
Robert Lorenz dirige su primera película y, en ella, a su propio maestro. Fue un trayecto largo desde que comenzó como asistente de producción en Malpaso, la compañía de Eastwood. Fue segundo asistente de dirección, primer asistente de dirección, productor en línea y hoy director.
Trouble with the curve es una obra fundamental en la filmografía de Eastwood; en ella el maestro cambia estafeta. Ha escogido sucesor y lo ha escogido bien, tanto que el tema se presta para la reflexión estética. Trouble with the curve es un retrato de cuerpo entero de Eastwood: Gus es un viejo contratista de beisbol y tiene además todas las características del icono de cine: carácter rudo, agnosticismo de corazón cristiano, el empuje de un hombre que se resiste a dejar de trabajar y que lo pasa bien mal viendo cómo los tecnócratas, con la arrogancia que los caracteriza, tratan de sustituir el talento con máquinas que escriben guiones, fotografían películas y actúan obras de teatro.
Gus, como Eastwood, está cansado, pero como Eastwood quiere morir trabajando. Gus va y viene por Estados Unidos buscando en los juegos de beisbol amateur a la futura estrella profesional.
Hay en Trobule with the curve dos enfrentamientos que se resuelven en dos herencias. Por una parte está el hombre que sabe tanto de beisbol que solo con escuchar la forma en que el bat corta el aire entiende que el bateador tiene un severo problema con las curvas. Este hombre se enfrenta con el tecnócrata que sin ir a los juegos escolares cree que todo lo puede resolver en su oficina haciendo análisis estadísticos. Al otro lado del espectro está la pugna entre un engreído y rubicundo estrella de beisbol amateur que se enfrenta con un nuevo deportista natural: un joven mexicano, humillado y —adivinamos— indocumentado que se gana la vida vendiendo papitas en los juegos no-profesionales. Hay otras tramas que se enredan en la película pero vale la pena mirar estas dos. Lorenz subraya el empuje de una nueva generación americana que emerge, como ya sucedió en los años veinte, de entre los desheredados. Es una generación que quiere adueñarse del mundo. Esta es la  herencia de América, la reciben los indocumentados que no se contentan con vivir en segundo plano. Está además la herencia de Eastwood. Lorenz es heredero de la sabiduría de un viejo Harry que sabe que se acerca la muerte. Él la espera con la frente en alto. Con honor.

Trouble with the curve (Curvas de la vida). Dirección Robert Lorenz. Guión Randy Brown. Fotografía Tom Stern. Música Marco Belrami. Con Clint Eastwood, John Goodman y Justin Timberlake. Estados Unidos, 2012

jueves, 22 de noviembre de 2012

De lo que hace que Bond sea James Bond



Por: Fernando Zamora
Sam Mendes parece jugar una partida de ajedrez con los elementos que hacen que Bond siga siendo James Bond pero añade su propio tono intimista. Hay en Skyfall, además, escenas de acción dignas de Christopher Nolan y un juego de re-interpretaciones que devuelven a la franquicia una frescura que no tenía desde los años ochenta. Mendes mueve sus piezas usando un guión muy dinámico: una fotografía que durante ciertas escenas en China me recordó al mejor fotógrafo de Hollywood (quien, por cierto, es mexicano y se apellida Lubezky) y la actuación de Javier Bardem: el único “malo Bond” que ha conseguido que el comandante acepte una homosexualidad latente que ya sospechábamos en un hombre siempre tan deseoso de mostrar su virilidad.
Resulta interesante que Eon Productions (dueña de la franquicia) haya contratado a un director que saltó a la fama con una obra casi chejoviana: American beauty. Fue una idea arriesgada pero funciona como reloj; un reloj que mueve el tiempo a voluntad por el antes, el ahora y el después en la biografía que Ian Fleming y decenas de autores luego de él —en cuentos, novelas y películas— han construido para dar vida al Comandante de la Fuerza Naval de Su Majestad: James Bond.
El 007 es una creación colectiva: tiene altos y bajos y quienes se apresuraron a dar por muerta la franquicia pensando que sería incapaz de sobrevivir al fin de la Guerra Fría se han equivocado. Ya lo había anunciado el maestro del papel de pulpa, Robert Ludlum: las novelas de espionaje están más vivas que nunca. Hoy el enemigo es invisible y no tiene banderas. Nolan retoma esta idea del creador de The Bourne identity en la última película de Batman y se expresa aquí en uno de los tantos clímax de Skyfall.
Como Bond, James Bourne se resiste a morir, pero todo lo que Ludlum tomó de Fleming para crear a su propio espía hoy lo devuelve: Bond revive en las mismas aguas de Bourne y quienes pensaron que la edad de oro del espionaje había llegado a su fin con la apertura a la democracia de la ex Unión Soviética se equivocaron tanto que hoy Rusia no es democrática y el presidente Putin es él mismo: un ex espía de la KGB. Sin duda, Ludlum sabía más que la crítica literaria. El artista sabe de la realidad más que los teóricos.
Mendes parece haber leído cada ensayo escrito en torno a James Bond. Los hay de Umberto Eco y aun de Cabrera Infante; se han organizado congresos en Viena y en la Biblioteca Pública de Francia. Siempre he sido un fanático de Bond y me gustaba esa clase de ficción de la ficción llamada crítica, pero un día llegué a la conclusión de que el arte es eso que los críticos dicen que es hasta que viene un artista que demuestra lo contrario. Mendes confirma la intuición: si leyó a Umberto Eco (en particular el texto “De la repetición en el cine”), ha conseguido mofarse de él contrariando puntualmente cada una de las cosas que dice que “hacen” a una película de Bond. Y, sin embargo, aquí está Bond. Y es James Bond. Y se mueve.

Skyfall (007, Operación Skyfall). Dirección Sam Mendes. Guión Neal Purvis y Robert Wade. Música Thomas Newman. Fotografía Roger Deakins. Con Daniel Craig, Judi Dench, Ralph Fiennes y Javier Bardem. Estados Unidos, Gran Bretaña, 2012

viernes, 16 de noviembre de 2012

Primera palabra: no



Por: Fernando Zamora
Gael García sabe hacer política. Hoy actúa una película que habla de elecciones difíciles. No son las mexicanas; son las más terribles de América Latina, las elecciones en que perdió Pinochet en un plebiscito que parecía arreglado. Que hay puntos de contacto con todas las elecciones del continente, sobra decirlo. Por eso repito: Gael sabe cómo se hace política: no hay más que recordar nuestra historia.
Con talento de la EICYTV de Cuba (Altunaga es asesor de guión), dinero de España y Estados Unidos, Larráin recuerda los vicios de nuestra democracia: campañas de miedo, medios cooptados y a la mitad un personaje que se debate entre su puesto en la TV y la posibilidad de participar en algo en verdad importante.
No tiene mucho de cine europeo. Ya ha dicho Angelopulos que el cine latino es, ante todo, cine europeo. Lo es porque carece de los presupuestos hollywoodenes, porque tiene que contar historias locales y porque es más heredero de la Nueva Ola y del Neorrealismo que de Hitchcock y de Chaplin.
La profundidad de No estriba en un guión bien escrito y bien actuado; en la encarnación de un publicista de medio pelo que con ideas y sin resentimientos pudo sacar de la silla a uno de los dictadores más crueles de nuestra historia. Pinocho (con cariño: sus enemigos) ha perdido el apoyo de Estados Unidos y está obligado a ofrecer un plebiscito. Tiene los recursos, el apoyo de gran parte de la población y sobre todo a los medios. Es aquí que aparece el héroe: Gael es un creativo que tiene que luchar en dos frentes. En uno están los militares de vieja escuela que lanzan amenazas a sus hijos y a su mujer; en el otro, los comunistas resentidos (con razones válidas, sin duda) que quieren usar el plebiscito para llenar las calles de hiel. Gael escoge un camino insospechado. Una campaña de alegría y gozo: un ¡no! De felicidad.
En una escena, el equipo de publicistas del “No” preguntan a la señora de limpieza por qué piensa votar por Pinochet. Ella responde: “Mis hijos van a la escuela y viven en paz”. La gente quiere paz y a base de miedo la ultraderecha gana con legitimidad las elecciones. Gael sabe de política y por eso este año trabaja en este filme que habla de una campaña que conjuró, con alegría, los miedos de hombres y mujeres que más que quimeras real-materialistas quieren una paz de carne y hueso. Y aunque suele suceder lo contrario (quienes esgrimen la paz como bandera traen consigo la guerra), el protagonista sabe que a la gente de a pie se le convence con felicidad y futuro; con una campaña sin revanchismos ni dimes y diretes: un baile y un jingle pegajoso, con eso basta para lanzar al Pinocho a la calle. El logro de nuestro publicista consiste en mostrar que a un golpe no se responde con otro golpe o con sentimentalismos; se responde con la felicidad de quien sabe que de su lado trabaja el futuro. Ya sabía Piaget que en el desarrollo del niño su primera palabra es la más importante. Y es también alegre. Esta palabra no hay que olvidarla nunca. Es fácil y hay que aprender a decirla: no.

FICHA
No. Dirección Pablo Larráin. Guión Pablo Larráin. Con Gael García Bernal, Alfredo Castro y Luis Gnecco. Chile, Francia, Estados Unidos, 2012

lunes, 12 de noviembre de 2012

Paidofilia



Por: Fernando Zamora
Life during wartime tiene un mensaje críptico, pero si uno se pregunta a qué guerra refiere el título encontrará que el autor afirma que, más que los pedófilos, en esta sociedad están enfermos los “normales”. No hay en la moral políticamente reinante un discurso más incendiario, pero Solondz ha sabido cultivar su prestigio con la lucidez de una diva y desde que irrumpió en el arte con Welcome to the dollhouse (1995) ha ido desarrollando sus argumentos como un ajedrecista. Life during wartime solo puede ser entendida como parte de un corpus y particularmente en conjunción con Happiness (1998). En Happiness las cuestiones abiertas por Solondz estaban azucaradas con cinismo. Lo que hoy dice es puramente poético.
En torno al tabú del niño como objeto sexual, Solondz ha logrado lo que Almodóvar no pudo: recrear a un pedófilo que respira y tiene sangre; uno que cuestiona al hijo a quien no destrozó la vida y que es recordado con nostalgia por el hijo menor. El filme está basado en estos dos puntos de vista: el criminal que sale de la cárcel y no sabe en qué momento recaerá y el hijo que escribe su ensayo sobre el significado de volverse adulto. Timmy prepara su bar mitzvah y no es casual, me parece, que el trasfondo de esta búsqueda del padre y el hijo suceda con un rito religioso como trasfondo. Es la ausencia de certezas; es la “muerte de Dios” en el sentido nietzscheano (una tragedia y no un aleluya) la que da razón al vacío de todos estos seres: sus fantasmas, su necesidad de ser amados y esta obsesiva confusión entre el sexo y el amor.
Durante mucho tiempo pensé que Solondz era un cínico más. Uno que escandaliza como quien envuelve la “mierda de artista” o busca en el siglo XXI el sentido de un cuadro hecho de manchas rojas. No lo es. Solondz forma parte de una generación de cineastas que busca con seriedad la razón del arte en un capitalismo en el que todo vale lo mismo. Si en Muerte en Venecia la irrupción del adolescente servía a Gustav para demostrar que la belleza se da en el aquí y ahora, en Life during wartime la irrupción del pedófilo tiene como función demostrar que sin al menos un valor absoluto (eso que en Solondz es la persecución del “happiness”) nada tiene sentido. Sin al menos una piedra angular sobre la que asentar los juicios, la moral del pedófilo es en todo equivalente a la del ama de casa que busca rehacer su vida con un hombre normal.
Tampoco es casual que el niño tenga tantas preguntas con respecto al terrorismo ni tampoco que el hijo mayor del pedófilo esté buscando demostrar que la función principal del sexo entre los seres humanos es evitar la violencia y no la reproducción. En esta obra, Solondz lanza un sutil manifiesto que dice que la felicidad existe y que por tanto el bien existe. Si esto fuera cierto, sería válido el amor de estos niños por su padre por más que este fuese un degenerado y entenderíamos que el final tiene la contundencia de un anti-Edipo en esta sociedad que poco sabe de moral bergmaniana.

Life during wartime (Del perdón al olvido). Dirección Todd Solondz. Guión Todd Solondz. Música Vivaldi. Fotografía Edward Lachman. Con Allison Janney, Shirley Henderson, Michael K. Williams, Michael Lemer y Dylan Ridley Snyder. Estados Unidos, 2009

viernes, 2 de noviembre de 2012

Ese instante en que escoges vivir


Por: Fernando Zamora
Nostalgia enfermiza heredaron los adolescentes de la sociedad más rica en la historia humana; un dolor inquietante que encarnó en Holden Caulfield, protagonista de El guardián en el centeno: neurosis, miedo a crecer, amor-odio en dosis siniestras, rebeldía sin causas ni efectos. Estos adolescentes de la posguerra estadunidense han sido retratados en decenas de joyas: Rebel without a cause, Breakfast club, Ordinary people, Stand by me, Elephant. Son tantas… y son todas herederas del Caulfield que creó Salinger, un adolescente típicamente americano que vino a sustituir al ingenuo Tom Sawyer de Mark Twain, a la idealista Scout Finch de Harper Lee. Sawyer y Finch tuvieron nietos enfermos de tristeza, una tristeza agridulce que encarna otra vez en esta película: The perks of being a wallflower. Escrita y dirigida con la destreza de un artesano, estos “gajes del oficio de ser sensible e inmóvil como una planta” (traducida rápida y oficialmente como Las ventajas de ser invisible) transcurren en los años ochenta: tiempos de Reagan y Thatcher, tiempos en que se graban casetes a modo de cartas de amor (un tipo de carta de amor que solo existió en esos años), tiempos en que no era moda, sino convicción, ser dark y uno se jugaba la vida si le daba por “confesar” que era gay.
Como en los grandes tópicos de la pintura, importan tanto las semejanzas como las diferencias: sí, Charlie (un personaje tan bien actuado que Logan Lerman parece en todo momento a punto de matar, besar o llorar) acaba de entrar a la prepa; sí, es incapaz de tener amigos; sí, tiene “algo” trágico en su pasado; sí, es sensible y quiere ser escritor. Pero en las singularidades están las artes de una obra que tiene que ser escrita (o lo que es lo mismo, una obra que tiene que ser vista o leída): Charlie no es un retrato más del adolescente que en la infancia sufrió abuso sexual. La persona que abusó de Charlie es, al mismo tiempo, a quien él más ha amado. Aún la sigue queriendo… y odiando… y sintiéndose enternecido y enojado y culpable. En esta complejísima amalgama de sentimientos está la clave de un personaje que deja, a propósito, muchos cabos sueltos. Charlie, a edad muy temprana, no solo fue usado sexualmente, fue (en el sentido más amplio) erotizado. Es aquí que el coming of age re-encarna con un nuevo punto de vista sobre un viejo tema: este que hoy está en la edad exacta en que a veces parece un adulto y a veces un niño tiene que dar paso a la vida y permitir que sea otro adolescente de deseos ambiguos quien re-encause su impulso asesino, su impulso artístico, su impulso sexual.
Algo hubo en los años ochenta. Un niño-adulto que volvemos a ver y que hay que ver porque está bien escrito, bien dirigido y sobre todo muy bien actuado. Tanto, que es real aquí que en el amor no haya clichés; hay personas que en el tiempo están escapando. Pero hay un instante particular en que vale la pena todo lo que significa, en esta película, el puente que lleva a Pittsburgh.

The perks of being a wallflower (Las ventajas de ser invisible). Dirección Stephen Chbosky. Guión Stephen Chbosky basado en su propia novela. Fotografía Andrew Dunn. Música Michael Brook. Con Logan Lerman, Ezra Miller y Emma Watson. Estados Unidos, 2012

viernes, 26 de octubre de 2012

Dos peluqueras aburridas que se parecen a Dios



Por: Fernando Zamora
No es difícil entender que un país que dio origen a las primeras civilizaciones sea hoy potencia en aquello del cine. Irán tiene una de las tradiciones fílmicas más importantes del mundo, entre otras cosas porque allí el cine sigue siendo contestatario. Los cineastas hacen cine por una necesidad real. Jafar Panahi, por ejemplo. El cine en él es un karma, una suerte de maldición que lo ha llevado al encierro. En línea de espera para un juicio que lo ha de llevar a la cárcel, hace cine para demostrar que, a pesar de todo, sigue siendo ontológicamente libre.
Esto no es una película es una obra fronteriza en muchos sentidos. En arresto domiciliario, Panahi se permite reflexionar en torno a temas fundamentales del arte: fronteras entre la realidad y la ficción, necesidad de re-crearse uno mismo (el arte como alquimia) y aun el arte como venganza; todos ellos son temas nacidos en el romanticismo que aún hoy llevan el sello de lo que se sigue llamando “arte moderno”.
A partir de secuencias en apariencia inconexas, Panahi documenta su encierro y habla de su pasado como autor, sus descubrimientos en el cine, la forma en que entiende ese descubrimiento italiano que hoy distinguimos con el nombre de neorrealismo y el sentido de una creación que cobra vida por ella misma, con un sentido que se le escapa al artista mismo.
Por otra parte, es importante notar que las intenciones de Jafar Panahi, lo que hacen de Esto no es una película una obra notable y no un experimento de alumno de cine estriba en la diferencia entre magnanimidad y ambición de una fama efímera. El enfrentamiento con el régimen comienza, según él mismo comenta en una parte de su película, cuando somete a revisión un guión de gran producción (que nunca fue realizado) en el que quería tocar el tema de la guerra con Irak. A partir de ese primer enfrentamiento tuvo que hacer cine cada vez más íntimo, más discreto, como si se viera rodeado por un enemigo burocrático en una partida de Go. El minimalismo es en Panahi una necesidad, no un capricho, y es ésta la diferencia entre ambición y magnanimidad. Panahi dice lo que dice porque está convencido de que es importante y no por un malsano deseo de notoriedad.
Telefonemas, conversaciones con una abogada que no ofrece muchas esperanzas, charlas con el fotógrafo, con el muchacho que tira la basura, de todo ello está hecho un filme en el que sucede mucho, pero más allá de lo que vemos. Fuera del apartamento escuchamos explosiones. ¿Son fuegos artificiales, el inicio de una revolución? Panahi ha revivido con más lucidez que cualquier artista sin experiencia la necesidad del arte por el arte. Sin la situación de Panahi esta película sería una estupidez, un video-blog.
Dicen que cuando están aburridas las peluqueras se cortan el pelo entre ellas. Aquí, un artista aburrido, perseguido, frustrado, toma a Chéjov como venganza, rompe la frontera entre realidad y ficción y se da tiempo para demostrar que es en su capacidad creadora que está hecho a imagen y semejanza de Dios.

In film nist (Esto no es una película). Dirección Motjaba Mirtahmasb y Jafar Panahi. Guión Jafar Panahi. Fotografía Motjaba Mirtahmasb y Jafar Panahi. Con Jafar Panahi. Irán, 2011

viernes, 19 de octubre de 2012

Los señores del tiempo



Por: Fernando Zamora
Looper nació vieja aunque tiene cosas que, en una cartelera flaca, permiten recomendarla. Bruce Willis, por ejemplo. Ha sabido dar el salto a la vejez y se sostiene tanto que son creíbles sus escenas de amor. Por otro lado, cuando aparece en escena uno se imagina que si estuviera en el teatro la acción se detendría para que él recibiese el aplauso.
Como suele pasar, Looper habla más de nuestro tiempo que del tiempo que aspira a inventar la ciencia ficción: una sociedad controlada por la mafia, desconcierto en una cultura que ha vuelto frívolo el hecho de existir y, en fin, un estado de cosas en que (estamos en Hollywood) sólo salva el amor. Ciencia ficción es Julio Verne; Looper es una película para jugar a ser niño.
Y así, jugando a ser niño hay que ver otras grandes películas que en Hollywood se han filmado en torno a las paradojas del tiempo. Entre mis preferidas están Somewhere in time de 1980, Terminator 2 de 1991 y Time after time de 1979. Los cronocrímenes no es hollywoodense, es española y es casi tan recomendable como Dark city (1998) o Blade Runner (1982). Un poco de todas ellas tiene Looper y uno lo entiende: Rian Johnson está dando el paso de la televisión al cine y se ve que tiene ganas de ser como los autores que admira. La paradoja estriba, tal vez, en que los autores que Johnson admira nacieron siendo muy originales.
Dicen los que saben de esas cosas que pensar resulta un pasatiempo sano. En este sentido, Looper es un buen ejercicio y las paradojas asaltarán al novato a la salida del cine. Si uno se toma un café y hace diagramas con popotitos (chiste de Willis) se hará preguntas que corren el riesgo de borrar de golpe toda la trama de Johnson. ¿A nadie en el futuro se le ha ocurrido injertar un GPS en la persona que quiere vigilar? Debe ser que en el futuro ya no existen los GPS, entre otras cosas porque los protagonistas de Looper se evitarían muchos problemas y sus productores encontrarían un poco menos de dinero en sus cuentas bancarias.
Quedémonos pues, con la invitación a pensar. En ciencia ficción, la paradoja de Looper se llama la paradoja del abuelo: si uno viaja al pasado y mata a su abuelo, ¿se mata a sí mismo? La respuesta de Johnson, como la respuesta atontada de muchos, es ¡sí! Pero es falsa. Si uno viaja al pasado y mata a su abuelo, en el futuro no habrá nadie que viaje al pasado a matar al abuelo, así que el abuelo sigue existiendo. Lamento que Johnson no haya querido ir un poquito más lejos, hasta la teoría de los universos paralelos que trabajó tan bien Robert Zemeckis en la franquicia de Back to the future.
En todo el rompecabezas de referencias o plagios del que Looper está hecho sobresale un pequeño personaje que (por más que remite esta vez a X-Men) tiene su potencial. El Looper del título tiene que proteger, y al mismo tiempo matar, a un niño que en el futuro se volverá Rainmaker. Este personaje fascinante es la estrella de la película. Y es que Rainmaker es un pequeño Dios. Un Akira, un hacedor de lluvia que es el amo del tiempo.

Looper (Asesino del futuro). Dirección Rian Johnson. Guión Rian Johnson. Música Nathan Johnson. Fotografía Steve Yedlin. Con Joseph Gordon-Levitt, Bruce Willis y Emily Blunt. Estados Unidos, 2012

viernes, 12 de octubre de 2012

Las otras razones de Frankenstein



Por: Fernando Zamora

Aun quienes perdieron la fe en Burton (tal vez a causa de Alicia en el país de las maravillas o por haber producido Lincoln cazavampiros) pueden volver a encender una vela. Frankenweenie (2012) va hacia el espíritu de Burton tan en sus orígenes que parece secuela de Vincent (1982), un corto que, cual pinchazo de metadona, hace ver el terror a la muerte como algo ligero. Vincent puede verse en Youtube a menos, claro, que ese nazismo llamado “obliga a los artistas a cobrar a través de distribuidoras carnívoras” no lance un interdicto sobre la Red. Hay en Youtube otro corto que se llama Frankenweenie (1984); en éste se basó la película de estreno en la cartelera. El Frankenweenie de 1984 marca la primera ocasión en que Burton trabajó con actores reales y anuncia su primera gran obra: Edward Scissorhands (1990). Burton no podía ser más original que volver a sus primeras obras maestras. Si en 1984 Burton se dibuja a sí mismo como niño de suburbio con sueños de grandeza, en 1990 se retrata como adolescente que tal vez a causa de esos mismos sueños de grandeza no puede dejar de herirse y herir a los demás.
Resumiendo: en el Frankenweenie que se estrenó ayer Burton vuelve a retratarse como niño; retoma la animación (en blanco y negro, además) y, mezclando técnicas del pasado y de hoy, dirige una película que en su aparente simpleza abre al espectador a un sentimiento que lleva por el camino del misticismo: ternura, esa forma de amor que, como la fuerza que mantiene unido el núcleo del átomo, no es extensa, pero es profunda. Lo que el protagonista de Frankenweenie siente por Sparky es un amor tan profundo que los une la fuerza de la ternura. Por otra parte, Burton no se limita a redescubrir su propio pasado en tanto autor y en tanto ser humano; avanza su búsqueda como artista. Si en Alicia... quiso reinterpretar un mito de amor prohibido (el amor de un adulto por una niña) en Frankenweenie investiga el mito de Shelley y, libre de las ataduras burguesas que boicotearon la empresa de Alicia (los estudios se negaron a que la protagonista fuese efectivamente una niña, con lo que destruyeron la obra de Burton), argumenta a favor del mito del científico loco. Víctor es un Fausto. Sólo el amor puede salvarlo.
¿Por qué Víctor es el único que consigue el sortilegio de revivir? ¿Acaso Frankenstein en la novela de Shelley no amaba también a su novia? Sí, pero hizo el experimento con rabia: era mucho más el furor que la ternura. Este es el secreto del personaje de Burton y desde que Coppola encontró un punto de vista inédito de Drácula yo no he visto en el cine nada que en lo de revivir mitos tenga tal contundencia. El discurso en torno a la ciencia es más actual que nunca y desacredita la noción frívola de que la ciencia se hace sólo con la cabeza. La furia del científico de Shelley produce monstruos. Las lágrimas de un niño de suburbio eran el ingrediente que faltaba en la fórmula del original Víctor Frankenstein.

Frankenweenie. Dirección Tim Burton. Guión John August, Leonard Ripps y Tim Burton basados en una idea de Tim Burton. Fotografía Peter Song. Música Danny Elfman. Con las voces de Catherine O’Hara, Charlie Tahan, Martin Short y Martin Landau. Estados Unidos, 2012

viernes, 5 de octubre de 2012

Retratos del presente



Por: Fernando Zamora
Hoy que la colombianización de México es inminente resulta seductora una obra de arte que aún vive en cartelera. Pequeñas voces, de Jairo Eduardo Carrillo y Óscar Andrade, es un documental animado en el que por motivos estéticos, éticos y didácticos la voz de niños reales se disfraza detrás de una animación minimalista que, lejos de disminuir, aumenta el dramatismo de lo contado. Hoy que la colombianización de México es inminente, Pequeñas voces retrata nuestro presente: grupos armados van y vienen. Nosotros vivimos con tres niños y una niña las consecuencias de la guerra. La vivimos junto al grupo más frágil en toda clase de conflictos. Escuchamos, pues, las voces de quienes no tienen voz en el discurso político de los que todo lo justifican en aras de una gesta macroeconómica. Carrillo y Andrade han dado voz a quien no tiene voz: niños cuya felicidad es un mercado de domingo, ordeñar vacas, jugar al fut. La felicidad es un sentimiento muy fuerte; también de esto habla Pequeñas voces. Para un niño que ha vivido la guerra, la felicidad no es una cosa tan frágil.
Si el cine fuese como el arte de la cocina, la animación ocuparía el lugar de la alta repostería. La madurez de una cinematografía nacional se consolida cuando emerge una animación contundente; una a la altura de ese arte en el que hay maestros como Disney y Natwick; personajes como Mickey Mouse y Betty Boop. Uno con obras que demuestran en pantalla las posibilidades estéticas de un arte emparentado con el cómic.
Como el cómic, el cine de animación pareciera apelar especialmente al público infantil. Y es justo en su aparente inocencia que es capaz de lanzar contundentes discursos políticos. No lo olvidemos: el arte es, como todo lo humano, una forma de la política. Política entendida como este discurso-para-la-polis. En este y otros sentidos Pequeñas voces confirma su vocación política. Divierte y educa pero, además, muestra: demuestra lo que la guerra es, lo que los niños desplazados sufren, lo que es verse desgarrado entre intereses de un gobierno avaro, un imperio al norte que sólo cuida sus intereses militares en el patio trasero, una guerrilla fanática y unos narcotraficantes asesinos.
Pequeñas voces utiliza las técnicas de Give up yer aul sins, serie irlandesa nominada al Oscar en que la animación se construye a partir de entrevistas a niños. Tiene, sin embargo, la contundencia documental de Waltz con Bashir, obra que denuncia las atrocidades de la masacre de Sabra y Chatila y la importancia histórica de Hadasi no Gen, del maestro japonés Keji Nakazawa. En ella vivimos las consecuencias de la bomba de Hiroshima siguiendo la historia con los ojos de dos niños. Hay también algo de Charles M. Shulz, creador de Charlie Brown. En Pequeñas voces, el mundo es exclusivamente infantil. Los adultos balbucean un lenguaje ininteligible. Tal vez porque todo lo adulto resulta ininteligible.
La cinematografía colombiana está apuntalada. Y ojalá que en eso y no sólo en todo lo otro, la cinematografía mexicana se consolide también muy pronto.

Pequeñas voces. Dirección Jairo Eduardo Carrillo y Oscar Andrade. Guión Eduardo Carrillo. Documental animado sobre las voces de niños desplazados por la guerra de Colombia. Colombia, 2010.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Un irresistible deseo de pureza



Por: Fernando Zamora
Fue un adolescente en la época de El Proceso (aquella dictadura militar que se impuso en Argentina entre 1976 y 1983); hoy es guionista y me hizo notar que hay cosas sucias que hace uno por un “irresistible deseo de pureza”. Así es Marita en La mirada invisible: un personaje cándido que pareciese perverso. Marita es una niña de veintitrés que no ha podido terminar de crecer. Trabaja en un colegio burgués en el Buenos Aires de los años ochenta para descubrir aquello de que el amor es medio pariente del dolor. Así, con más inocencia de la que uno creería, se inventa que quiere descubrir alumnos fumadores con una razón particular. Avanza la película y entendemos que perseguir fumadores es el pretexto para espiar a un adolescente. Marita, como el Gustav de Muerte en Venecia, vive abismada (aquí me recuerda a Barthes) y el objeto de su afecto es todo lo que ella no es. Ella realmente está reprimida. Los adolescentes a los que ella reprime asisten a este colegio solo por un pacto social: la escuela educa a las elites con gente como Marita y las elites reprimen a gente como Marita.
El cine argentino vuelve a probar que es el mejor de la América de habla hispana, entre otras cosas porque toca sus temas. Ya decía Reyes que para ser universal tienes que ser un poquito local. El retrato de la reprimida sexual (una mujer con quien el autor trata de demostrar que en el mundo postindustrial todos están reprimidos) es casi un tópico. Hermosillo dio a México su Berenice en 1975 y en el 2001 Haneke  (basado en la novela de Elfride Jelinek) creó un agudo retrato de la mujer que camina hacia lo puro por los rumbos de lo perverso. Habrá muchos otros ejemplos, sobre todo si pensamos en Bovary. Imposible no recordar a todas estas mujeres cuando conoce uno a Marita quien, por otra parte, es más argentina que un tango. Porque la ironía, el sentido del humor, el tema amoroso enmarcado aquí en las condiciones sociales que llevaron a la Guerra de las Malvinas, todo ello tiene sabor a Buenos Aires, ciudad donde llueve mucho y Marita se permite soñar. Hay que decir, por otra parte, que si no has llorado, como esta mujer, con un movimiento lento de Vivaldi, el filme puede resultar muy tedioso.
La mirada invisible goza de excelentes actuaciones, una fotografía impecable y acorde con lo frío de estos amores y una puesta en escena cuya lentitud reconstruye la soledad de un personaje partido a la mitad por el deseo de ser otra. Muy particularmente Marita quiere volverse el muchacho burgués del que se ha enamorado: quiere escuchar su música, traer encima su olor, ser él. Ser el objeto mismo de sus afectos: el muchacho. Solo desde esta perspectiva el final adquiere coherencia y las escenas en que la protagonista se masturba mirando a sus alumnos entre el orín y la mierda dejan de ser sólo un objeto de escándalo para regalar esta reflexión inquietante: ¿acaso el amor verdaderamente romántico solo es posible en este onanista estado de represión?


La mirada invisible. Dirección Diego Lerman. Guión Diego Lerman basado en una novela de Martín Kohan. Fotografía Álvaro Gutiérrez. Música José Villalobos. Con Julieta Zylberberg, Osmar Núñez y Marta Lubos. Argentina, 2010.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Demócratas, ¿qué tienen contra los dictadores?



Por: Fernando Zamora
El general Hafazz Aladeen, dictador de la República de Wadiya (interpretado por Sacha Baron Cohen), sube al podio que los demócratas, burgueses y bienpensantes del mundo le han preparado en una habitación de Nueva York. El general toma la pluma aunque le tiembla la mano. En la televisión del planeta, intelectuales y activistas de toda clase miran con impaciencia. Desean que se consume la panacea: ¡democracia! De un plumazo, ya con esta palabra escrita en una constitución, la injusticia desaparecerá… de Wadiya y del mundo. Algo sucede. Aladeen mira a la prensa, a la gente de Washington, al embajador ruso, al empresario chino. Se detiene en la cara de la activista que lo ha seducido con cara de niño y vellos en el sobaco. El dictador tiene fuerza para preguntar a los dueños del mundo (Rusia, China, la ONU, Estados Unidos): “¿Qué pasa con ustedes, señores? ¿Por qué odian tanto a los dictadores?” Ha llegado el mejor momento de la última película de Baron Cohen, un autor que, famoso en el género del falso documental, trabaja hoy en la más floja de sus películas. Pero hay algo que brilla en El dictador.
Aunque pareciera que los recursos de Baron Cohen se han agotado, brilla en él la irreverencia. Estados Unidos, Europa: ¿por qué odian a los dictadores? Un dictador es bueno, en la lógica de Aladeen, porque mantiene al uno por ciento de la población tomando decisiones que afectan al noventa y nueve por ciento. Un dictador da las noticias que quiere, como quiere y cuando quiere. Un dictador genera condiciones de disparidad que hacen que las cárceles estén llenen de seres humanos oprimidos. ¿Qué tienen contra los dictadores, “democracias” del mundo? Ustedes que apoyan la “democracia” rusa. Ustedes que apoyan la “democracia” china. ¿No son dictadores quienes juegan un país a la bolsa y cuando lo pierden hacen que las deudas sean pagadas por el pobre? ¿No son dictadores quienes tranzan con el bienestar de las mayorías para seguir manteniendo una vida de palacios, yates, droga, prostitutas y ropa que vale diez dólares pero que pagan en diez mil? El discurso de Baron Cohen resulta sorprendentemente atinado en la democracia mexicana. “Demócratas” mexicanos, ¿de qué se ríen cuando se ríen de Aladeen?
La parodia es vieja como la Tierra y, sin embargo, en la reinvención de la verdad que autores como Reiner, Christopher Guest, Michael Ritchie, Alex Karpovsky y el propio Baron Cohen propusieron como alternativa a la vacuidad del cine de producción masiva, hay una acidez que supera, con mucho, a la comedia de pastelazo. Una lectura superficial podría conducirnos a pensar que Cohen perdió su toque maestro en cuanto abandonó el estilo que lo hizo famoso para escribir una comedia que (otra vez, vista sólo en la superficie) tiene el humor bizarro de un quinceañero borracho. El fondo de esta película es todavía más profundo que el de Borat y el de Bruno. Desde el punto de vista fílmico, El dictador no es lo mejor de Baron Cohen, pero políticamente es su obra más contundente.

The dictator (El dictador). Dirección Larry Charles. Guión Sacha Baron Cohen. Fotografía Lawrence Sher. Música Erran Baron Cohen. Con Sacha Baron Cohen, Megan Fox y Ben Kingsley. Estados Unidos, 2012

viernes, 14 de septiembre de 2012

Tabú y tótem



Por: Fernando Zamora
Totem de Jessica Krummacher alude al Teorema de Pasolini en más de un sentido. Ahí donde Teorema contaba la historia de un muchacho de cuerpo angélico que irrumpía en la vida pequeñoburguesa de una familia cualquiera para despertarla al sexo y otras delicias dignas de ser vividas, Totem denuncia y nada más. Sin darse permiso de falsas esperanzas. Pareciese que las sociedades postindustriales que dieron origen al Dogma, a Vinterberg y a Lars Von Trier, no solo se han quedado sin Dios, también se han quedado sin sexo. Ha llegado el tiempo de los perversos. Es notorio en todo el arte germano; desde la literatura hasta la música. El arte alemán en este siglo se ha dado a la tarea de disectar, como en el caso de Totem, la neurosis medrosa de una sociedad enriquecida hasta el hartazgo. No bastó la reconstrucción económica del plan Marshall. Acomodados e infelices, los protagonistas de Totem viven bajo el fetiche freudiano, y la buena voluntad de Fiona (la sirvienta) tiene pocas posibilidades de cambiar el orden de las cosas. Hoy resulta increíble decirlo: Pasolini creía en la esperanza.
Totem es una opera prima. Jessica Krummacher ha hecho bien su trabajo. Desde las primeras secuencias se inserta en una tradición que tiene su forma particular de vivir el mundo. El Dogma 95 (aunque pasado de moda) sigue produciendo en el espectador la sensación de vivir una especie de documental que, sin embargo, se sustenta en las magníficas actuaciones de estos casi desconocidos. Las largas secuencias no adolecen de falta de tensión, una tensión que crece hasta el final patético. La palabra tragedia suena grande aquí. En estas historias no hay redención; no hay lugar para Prometeo. La benevolencia que al inicio del filme muestran los padres de familia hacia Fiona, se va volviendo extraña. Fiona limpia: platos, ropa... ¿enfermedades? Emergen rencores, burlas que no entendemos. ¿Qué tiene esta familia que está podrida hasta el hueso? Otra vez he recordado el grito que lanzó un periodista en Cannes: “¿Se han vuelto locos todos los alemanes?” Tal vez. Habrá que ver una segunda película de Krummacher para saber si el fatalismo de Totem es real u obedece solo a la moda pesimista de su país de origen.
Con todas las influencias del arte germano de la posguerra, Jessica Krummacher ha conseguido una primera película que inmediatamente se volvió objeto de crítica (generalmente positiva) en los círculos culturales. La discusión sigue presente. Particularmente, los críticos italianos se preguntan si eso es el arte: cine en el que no hay otra cosa que denuncias antropológicas y que no admite esperanzas hacia el ser humano. Totem es cine minimalista que, cámara en mano, no supera los dogmas que se impusieron hace ya tanto en Escandinavia. Totem es una película hecha para la crítica y sin embargo lo que hay que ver es la escasez de recursos: con treinta mil euros Jessica Krummacher ha conseguido el ominoso retrato de una sociedad que no sabe ser feliz y que vive en el Ruhr de su posmodernidad sin desear ya nada importante. Confortablemente insensible.

Totem (Tótem). Dirección Jessica Krummacher. Guión Jessica Krummacher. Fotografía Bjoern Slepman. Con Marina Frenk, Natja Brunckhorst, Benno Ifland y Fritz Fenne. Alemania, 2012

viernes, 7 de septiembre de 2012

La fragilidad intocable



Por: Fernando Zamora
Se ha visto mucho: la historia de un hombre atado por la locura, por su cuerpo, por la vejez (un Quijote) que se enfrasca en la aventura de hacerse amigo de un simple (un Sancho) de modo tal que el Sancho se quijotiza y el Quijote se sanchifica. Intouchables va por ello, por la historia de un millonario cuadripléjico que cambia y se deja cambiar en el encuentro con otro, un portentoso marginal de origen africano que, como veremos, representa un mundo en Europa, tanto que Intouchables fue votada en 2011 como uno de los hechos culturales más importantes de Francia.
François Cluzet hace del tetrapléjico; su actuación pareciera insuperable. Poco importa que la historia esté “basada en un hecho real”, uno sale del cine y ha vivido con él la impotencia de estar atado, las pesadillas que lo asaltan de madrugada. Omar Sy es el marginal de cuerpo magnífico, sonrisa cautivadora y ojos que saben intimidar. Intouchables es una pequeña joya porque está muy bien actuada y el lugar común del encuentro amistoso entre dos opuestos revive para darnos hora y media de un melodrama que sabe a felicidad.
Driss, el hombre negro, representa a todo un mundo en Europa porque es esta clase de marginal que vive mejor en los países post-industriales solo desde el punto de vista material. Desde el punto de vista cultural, el precio de su “vida mejor” es pasar siempre por un extranjero. La afirmación racial sigue siendo tan importante en Europa que es posible que el conflicto de fondo se desdibuje en los países americanos. De este lado del Atlántico damos mucho menos importancia a la pretensión de pureza (por más que la hay) y el concepto de nación se basa en imperativos que no tienen que ver con el elemento racial. En la más rancia sociedad francesa, sin embargo, un negro o un gitano difícilmente son vistos como un igual. Por si fuera poco, la vida de Driss transcurre en oficinas para conseguir su cheque de desempleado.
Entre Driving Mrs. Daissy (1989) y Le scaphandre et le papillon (2007), Intouchables es efectivamente un “hecho cultural” porque se atreve a tocar este tema espinoso: el racismo. Y lo hace sin hipocresías y sin clichés; viendo las dos caras de la moneda. Es verdad que Driss vive de la asistencia social, de los impuestos del pueblo francés y sin embargo…
Durante una escena de la película el millonario le pregunta a Driss qué se siente depender del trabajo de los otros. El cuadripléjico se está refiriendo, por supuesto, al cheque de desempleo que recibe Driss y a los impuestos con los que se paga este cheque. Hay una ironía. Mientras dice esto, el millonario está siendo masajeado por cinco enfermeros. Él también depende de los otros para vivir. En esta ironía está la profundidad de una concepción del mundo que se afirma en dar para recibir y devolver. Ya lo dijo Lennon: al final el amor que recibes es todo el amor que das. Intouchables se llama así —“Intocables”— porque cuenta la historia de dos hombres frágiles que se encuentran y con gentileza aprenden a amarse.

Intouchables (Amigos). Dirección Olivier Nakache y Eric Toledano. Guión Olivier Nakache y Eric Toledano. Música Ludovico Einaudi. Fotografía Mathieu Vadepied. Con François Cluzet y Omar Sy. Francia, 2011.

jueves, 30 de agosto de 2012

Gritos del socialismo


Por: Fernando Zamora
En La era de la discrepancia Debroise define al “cine de culto” como la “experiencia devota, psicotrópica y de misterio” que uno encuentra en Juan de los muertos, filme cubano con todos los elementos para volverse instantáneo cine de culto, lo cual significa también que no es para todos los gustos.
Juan de los muertos se une a la tradición de un arte de discursos políticos pero en su agenda hay sentido del humor y una “crítica de la crítica”, cosa buena tanto para la elaboración de discursos políticos como de chistes de zombis. La parodia sin autocrítica es chocante.
Entre el cine de culto y el cine de agenda, entre El despertar de los muertos y Vampiros en La Habana, Juan Brugués es su propio Juan de los muertos, un Juan con los tamaños para burlarse de Fidel en su isla, con sus actores, con sus instituciones (que son, claro, del pueblo, no de Fidel).
La historia no es muy compleja: sin saber cómo ni cuándo, La Habana se ve infestada de zombis. Familias enteras se convierten en zombis. ¿Quién puede eliminar a tus seres queridos?: Juan de los muertos, un “sobreviviente” (el survivor como paradigma parece prestado del cine hollywoodense).
Juan ha sobrevivido a “Mariel, Angola, El Periodo Especial y toda esta cosa que vino después”. Con todo y su larga historia, Juan tiene que contentarse con pescar para vivir.
Los amigos de Juan en su empresa cien por ciento cubana son, todos, personajes propios de la contracultura habanera en esta “cosa-que-vino-después” del Periodo Especial: un traficante de ron, un gigoló, una españolita decepcionada del socialismo y del capitalismo y un travesti mulato (pinguero) siempre acompañado del fornido padrote incapaz de ver sangre.
Escrita y filmada por egresados del ISA y de la EICTV (con muchos de ellos trabajé en mis años cubanos), Juan de los muertos ha sido escrito con ganas y mucho ron. Juan es Cuba. Lo es porque Alexis Díaz es Cuba (habrá que leer su biografía para enterarse), porque Brugués es Cuba, porque todos ellos son una isla que no han podido doblegar ni Estados Unidos ni Castro.
Juan de los muertos es una experiencia contracultural que recupera el sentido social y político del zombi que Geoge A. Romero volvió “de culto”. En Night of the living death la crítica al capitalismo era velada, pero en la secuela, Dawn of the dead, Romero se burla tan fervientemente del consumismo capitalista como Juan de los muertos se burla de la apatía socialista. Puede que sean zombis esos que pululan en centros comerciales viendo qué pueden comprar, pero en la República del cine ha aparecido un nuevo tipo de zombi: ese que pulula por Centro Habana sin pensar en nada que no sea beber o zingar.
La conclusión resulta tan polémica como la de Reinaldo Arenas en su autobiográfica Antes que anochezca: en el fondo, capitalismo y socialismo son dos caras de la misma moneda y aunque en ambos sistemas “te patean el trasero”, dice Arenas que en el capitalismo puedes gritar. Tal vez. Hay seres como Arenas y Brugués, como Alexis Díaz y Jazz Vilá, que son artistas porque en el socialismo han aprendido a gritar.

FICHA
Juan de los muertos. Dirección Alejandro Brugués. Guión Alejandro Brugués. Fotografía Carles Gusi. Con Alexis Díaz de Villegas, Jorge Molina y Jazz Vilá. Cuba, España, 2011

viernes, 24 de agosto de 2012

Una mujer frente a La Hegemonía



Por: Fernando Zamora
La Venus noire de Abdellatif Kechiche es un filme incómodo. El tunecino se basa en este hecho real: una mujer sudafricana somete su cuerpo a la mirada de perversos y científicos que ven en ella esta extrañeza, no ser “como todos”. La película de Kechiche recrea la vida de Sarah Baartman, mujer expuesta en el Musée de l’Homme de París aun ya muerta. No fue sino hasta que Nelson Mandela pidió a Francia que devolviese los restos de Sarah, que ella pudo volver, 213 años después de su nacimiento, a casa.
En una primera intuición, se me ocurre clasificar Venus noire entra los filmes de freaks, nombre que tomo del clásico de 1932 dirigido por Tod Browning. The elephant man de 1980 (dirigida por David Lynch) es tal vez la obra más acabada en este rubro, el del discurso en torno a la crueldad del humano contra el humano. La discusión de fondo es ésta: ¿qué significa exactamente ser humano? El asunto pareciese ser tan sólo antropológico.
Pero la Venus negra demuestra que la pregunta tiene también un fondo político. Kechiche parece recordar aquí la célebre Controversia de Valladolid que dirigió originalmente para la televisión Jean Daniel Verhaeghe basado en una obra de teatro de Jean-Claude Carrière. La Controversia daba cuenta del célebre debate que tuvo lugar en el siglo XVI en torno a la llamada “polémica de los naturales”: “¿tienen los habitantes de América un alma?” Algo así se discute durante varias escenas en Venus negra, filme que, en este sentido, pareciese continuación del contundente y terrible final del filme de Verhaeghe.
No se trata, en el fondo, de decir sólo que todos tenemos derecho a una vida digna. Aspiramos a más. Aspiramos a vivir (como diría Rorty) en un mundo en el que nadie tiene derecho a humillar a nadie. El tema de fondo es éste: la humillación hegemónica, el “racismo científico”, ese que dio lugar a la más sistemática y, por tanto impía, masacre de la historia humana: la Shoah, el Holocausto.
Pero la cosa es aún más compleja si se detiene uno a mirar, en la Venus negra, el asunto de la hegemonía. Después de todo la humillación, la explotación y, en fin, la sumisión de esta joven sudafricana tuvo lugar con su propia complicidad. Tenía razón Gramsci: la hegemonía ha triunfado cuando la clase dominante logra que sus intereses sean considerados propios por la clase dominada. Los “socios” de Sarah Baartman (un afrikáner primero y, luego, un parisino interpretado magistralmente por Olivier Gourmet) han conseguido que ella misma se considere extraña. Está alienada. La actuación de Yahima Torres está en los ojos. En la expresión de tristeza, en el llanto que se derrama de pronto insensato, en un solo grito, en el deseo ávido de encontrarse en el camino con una botella. Sí, la Venus negra es una película incómoda. Y es apenas una pequeña muestra de los crímenes del humano contra el humano; de todos los crímenes por los que tendría que pagar esa Europa que, creyendo civilizar, terminó humillando.

Venus noire (Venus negra). Dirección Abdellatif Kechiche. Guión Abdellatif Kechiche y Ghalia Lacroix. Fotografía Lubomir Bakchev. Música Slaheddine Kechiche. Con Yahima Torres, André Jacobs y Olivier Gourmet. Francia, 2010